Columnas la Laguna

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Era pequeña, suave y tímida. Sonarán a anacronismo mis palabras, sobre todo en este tiempo en que la mujer aspira a ser grande, firme y atrevida, pero estoy hablando de una época que ya se fue, igual que se han ido todas las épocas que han sido, lo mismo que se irá la que ahora es. Vivía en un cuarto que le alquilaban las hermanas López, vecinas de mis padres. En esa habitación tenía ella su cama con un buró y una lámpara, y ahí se hacía de comer en una estufa de petróleo de una sola hornilla. Un mínimo ropero, una menguada mesa y dos sillas de tule completaban el exiguo ajuar. Se llamaba Leonor. Ese leonino y sonoroso nombre no cuadraba con su persona, mansa y callada siempre, como si con los años se le hubiera olvidado hablar. Vivía de la escasísima suma que cada mes le daba una caja de pensiones para pobres vergonzantes establecida por una rica dama cuyo padre fue próspero minero, y que murió viuda y sin pariente alguno. A Leonorcita la rodeaba una leyenda mística que corría por el barrio. Se decía que la Virgen la visitaba por las tardes a fin de charlar con ella sobre Nuestro Señor. La anfitriona ofrecía a su invitada un té de hojas de naranjo con galletas. Marías, claro. Para corresponder a la merienda la madre de Jesús le dejaba a su amiga una estampita con alguna de sus diversas advocaciones -Virgen del Carmen, de Loreto, del Refugio, de la Soledad-, de las cuales Leonorcita ya tenía una buena colección, pues las visitas de la Señora eran frecuentes. Las hermanas López negaban tales apariciones, lo mismo que el padre Margáin, jesuita del templo de San Juan Nepomuceno, pero la gente de la cuadra no hacía caso de esas negativas. La de las López la atribuían a envidia; la del sacerdote la razonaban diciendo que los jesuitas son muy estudiados, y que el demasiado estudio lleva a la incredulidad. Las vecinas iban a ver a Leonorcita con la esperanza de poder saludar a la Virgen, pero ese día la Madre del Señor no hacía acto de presencia. "Ha de estar malita" -explicaba Leonor. Por ese tiempo yo ya sabía leer, y leía bien, sin tropiezos ni vacilaciones y separando como se debía los puntos y las comas. Mi madre me hacía ir con Leonorcita, que ya no veía bien, a leerle en el Año Cristiano la vida del santo del día. Yo iba, no por obediencia o caridad, sino porque al final de la lectura la anciana me daba una pepa, que así se llamaban las monedas de 5 centavos, las cuales llevaban en el anverso el rostro de doña Josefa Ortiz de Domínguez. Con esa pepa yo podía comprarme un jamoncillo, sabrosísimo dulce de leche acanelado,  o cinco chicles Canel's, cada uno con envoltura de diferente color, o un cucurucho con semillas de calabaza. Si juntaba tres pepas disfrutaba una paleta Mimí o unas pastillas de menta inglesa Usher.  Una tarde, pasada ya la hora en que la Virgen llegaba a merendar, Leonorcita me hizo buscar en el libro la vida de San Rodulfo. No la pude encontrar. Ella me dijo que así, Rodulfo, se llamaba el único novio que en la vida tuvo. "Una noche me pidió un beso -me contó-, pero yo no se lo quise dar. Al día siguiente fui a confesarme con el padre Margáin, y él me dio un consejo: 'Cada vez que ese muchacho te pida un beso dile que no, y luego, ya estando sola, pon una rayita en un cuaderno. Cuando te cases con él cuenta las rayitas, y por cada beso que te pidió dale 10. Pero sólo cuando estés ya casada'. Nunca se los pude dar. Un día se fue y no regresó ya. De haber sabido le habría dado los besos cuando me los pidió".  Aquella tarde, no sé por qué, anduve triste, y ni siquiera me gasté la pepa que Leonorcita me dio. FIN.

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