Columnas la Laguna

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Don Peleches, señor de edad provecta, fue a una reunión para hombres solos. Le mintió el amigo que lo invitó a la fiesta: repentinamente se aparecieron en ella varias damas de la noche, una por cada invitado. Nervioso, pues era de costumbres sanas, don Peleches llamó a su esposa por el celular y le contó lo que estaba sucediendo. Le dijo la señora: "Si puedes regresa a casa". "No -opuso él-. Si puedo no regreso". En aquellos años no había casi intelectuales en mi ciudad, Saltillo. Poetas había muchos, uno en cada casa, de igual modo que en otros pueblos había en cada casa un loquito. Declamadores también teníamos bastantes. Estabas con tus amigos en la cantina llamada Lontananza y de pronto se te plantaba enfrente un sujeto pringoso y esmirriado que sin haberle hecho tú nada, y sin aviso previo, te infligía un poema lacrimógeno -"En un charco de sangre ahí estaba tendida.", etcétera- y al terminar te decía: "Son dos pesos". ¡Dos pesos! Costaba uno la copa de tequila y 75 centavos la cerveza. Respondías: "Nomás traemos un 20". Y le alargabas la moneda. Él la tomaba como haciéndote favor: "Está bien, señores. No vamos a discutir por centavo más o menos". Los cuatro intelectuales que teníamos apenas alcanzaban a llenar una mesa del Café Élite. Ahí se quejaban entre sí del escaso conocimiento que de las cosas de la alta cultura tenía la sociedad local. Un cierto rimador apellidado Ortega se consiguió una chamba de ferrocarrilero, con lo cual se olvidó para siempre de las musas. Un amigo suyo, también poeta, se presentó una tarde en la mesa de los intelectuales en el momento en que éstos hablaban de José Ortega y Gasset. Uno de ellos le preguntó al recién llegado: "¿Qué opina usted de Ortega, don Fulano?". "Uh, ese Orteguita -respondió el interrogado-. Desde que se metió a los Ferrocarriles está perdido para la poesía". En ese tiempo yo era un aprendiz de la vida -aún lo soy-, y tenía a mi cargo en la Universidad de Coahuila el Departamento de Cultura, pese a no poseer ninguna. Cada semana organizaba un "Café Literario" en el cual un poeta o una poeta -el término "poetisa" es ahora políticamente incorrecto- leía sus obras, que eran luego comentadas por los asistentes entre sorbo y sorbo de café y mordisco y mordisco a las galletas marías. Por esos días leí un libro de versos de Olga Arias, poeta de Durango. Su obra me pareció maravillosa. Conseguí su teléfono y la invité a presentarse en uno de aquellos encuentros literarios. ¡Qué generosidad la suya! Hizo por autobús el largo viaje a Saltillo, y encantó a la concurrencia no sólo con sus poemas, sino también con su belleza exterior e interior y con su amabilidad. Recibo ahora un libro con las cartas que poetas de todo el mundo de habla hispana le escribieron a Olga en encomio de su obra. El volumen me lo envió Gilberto Jiménez Carrillo, duranguense cuyos méritos como historiador y hombre de letras conozco bien. Él y José de la O Holguín editaron estas páginas de homenaje a Olga Arias, una de las figuras más señeras de la rica cultura de Durango. Con su libro me hicieron evocarla, y revivir días que ahora son recuerdos. Por ello les doy gracias. Estalló un terrible incendio en un edificio de departamentos. Uno de los heroicos bomberos entró al lugar en llamas y sacó en brazos a una bella joven que perdió el sentido en la conflagración (este último vocablo es obligado en un relato así). Poco después el jefe de los apagafuegos se sorprendió al ver al bombero en ajustado trance de erotismo con la rescatada. Le dijo al hombre: "Pensé que le estabas dando respiración de boca a boca". Entre jadeos contestó el bombero: "Así empezamos". FIN.

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