LA FE QUE LIBERA DE LA CORRUPCIÓN DE LA MUERTE
La cifra oficial de fallecidos por COVID-19 el día 22 de diciembre es de 147 614. Cada uno tiene una historia, cada uno es valioso; no es el marcador de un espectáculo deportivo. La ineficiencia en la gestión de la pandemia es un motivo más para perder la esperanza que animaba a muchos derrotados y que es enterrada en la misma tumba de nuestros difuntos, víctimas de la corrupción y de la violencia institucionalizada.
La manipulación político-electoral por medio de los programas clientelares e incluso el uso torcido de las vacunas y las mentiras de la situación nacional, con datos imposibles de esconder detrás de "otros datos", manifiestan la continuación de una cínica e impune corrupción, que nos restriega en la cara nuestra incapacidad de combatirla. El apoyo de quienes aún creen en la administración actual no está basado en la realidad, sino en la negativa a reconocer que han sido nuevamente engañados. Su esperar contra toda esperanza es digna de una mejor causa.
Hay también quienes siguen animados por un espíritu que no niega la realidad, pero la trasciende y los fortalece cada día para seguir luchando en la lógica del amor desinteresado con el corazón lleno de alegría, porque saben que siempre puede iniciarse una nueva vida. Son aquellos que tienen la convicción de que los varios modos del amor, son capaces de perfumar de novedad el ambiente en donde la corrupción de la sociedad y la de nuestros difuntos, ha extendido sus hedores nauseabundos.
Estas personas han puesto su fe, no en falos mesías, sino en el que cargó sobres sí todo dolor, toda injusticia y toda violencia que entristece y aniquila al mundo, para librarnos de las ataduras deshumanizantes de una corrupción que parecía no tener remedio. La convicción de esta esperanza que no defrauda, lejos de ser opio del pueblo, es capaz de despertar a quienes se aferraban a espejismos, a quienes vivían temiendo la muerte y no iban más allá de ritos, tradiciones y normas. Los que se habían desesperanzado, descubren gracias a la fe de una religión auténtica, la fuerza de la vida en plenitud; participan en la superación de situaciones de muerte y luchan contra quienes las siguen provocando. Tal vez por la falta de esta experiencia de fe en el vencedor de la muerte, muchos son víctimas de los poderes diversos que explotan y esclavizan al pueblo y promueven el ateísmo y las desviaciones de la religiosidad. El aspecto religioso es esencial en la naturaleza humana y prescindir de él, la deja incompleta con consecuencias graves en la realización integral de la persona.
Los que pregonan a un Cristo que resucitó de entre los que se corrompían, no puede quedarse entre ellos ni ser cómplice de la corrupción. La religiosidad debe tener esa fuerza que da sentido a la vida e ilumina las tinieblas; la muerte no tiene la última palabra porque el que vive, le comunica su vida a todos los que han muerto por la ineficiencia, incapacidad o, peor aún, por la maldad. Las personas que lamentablemente han fallecido, no pueden ser contados insensiblemente como simples cifras. Un seguidor de Jesús pone como él la religiosidad al servicio de las personas y se identifica con los crucificados y nunca con los verdugos.
Cuesta trabajo vivir esta convicción cuando vemos cómo la muerte se enseñorea del mundo, cómo se cierne la violencia, cómo se van impunes los nuevos corruptos repartiéndose los despojos y maquinando más muertes.
Pero con la fe sabemos que hemos sido rescatados de la corrupción para vivir una vida nueva y una recreación del hombre; hemos pasado del miedo a la valentía, de la desesperación a la esperanza, de la duda a la certeza, de la tristeza a la alegría, de la muerte a la vida, de la atadura de la tumba a la libertad. Por esto el que ha muerto no es un desconocido o un número más, sino mi hermano. No nos quedamos sepultados, sino que nos sentimos libres, vivimos la libertad, respetamos la libertad, hacemos posible la libertad.
La religión repercute así en nuestras opciones sociales y políticas invitándonos a renovar nuestras estructuras caducas y deshumanizantes; a cortar todas las ataduras para vivir la libertad definitiva; a no esclavizarse con engaños y mentiras.
El desarrollo de nuestro país exige esta visión trascendente, para no dejar la política únicamente en manos del hombre, pues terminaría por deshumanizarse. El amor y no el odio o la división, es la principal fuerza impulsora de una auténtica democracia y el criterio de nuestras opciones políticas. No es un simple optimismo, actitud psicológica o invitación a tener ánimo; es la auténtica fuerza de la vida.