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Cuando la lucha no es contra el COVID-19 sino contra el hambre

Son las siete de la mañana y el sol aún no llega a las orillas de La Laguna Norte

ILUSTRACIÓN: HESSIE ORTEGA

ILUSTRACIÓN: HESSIE ORTEGA

DANIELA CERVANTES

Cruzo la montaña de tierra y basura y de inmediato la realidad se transforma en otra. Perros e imágenes de penuria se me clavan en las pupilas mientras el frío se ensaña con las partes descubiertas de mi cuerpo. Son las siete de la mañana y el sol aún no llega a las orillas de La Laguna Norte, una colonia que desentona con el discurso del supuesto crecimiento de una ciudad que se ufana de haber vencido al desierto.

Es diciembre y en medio de la miseria una vivienda construida con cartón y retazos de madera mantiene encendido el espíritu navideño: una serie de luces que ya carga con algunos focos desfallecidos. Un peluche viejo y percudido de Papá Noel se mantiene erguido en la frágil fachada de esta vivienda habitada por los Díaz Guerra, una familia dedicada a la pepena y encomendados a "la gracia de Dios".

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Mientras un virus acecha al mundo, en las entrañas de una de las colonias de la periferia de Torreón, la realidad es otra. Dos días antes, Jesús Miguel Díaz, el padre de familia, ya había sido determinante: su principal lucha es contra el hambre.

Cerca de las dos de la tarde de un lunes, Jesús Miguel Díaz y su esposa María de la Luz Guerra descargaban lo recolectado de ese día cuando algo los distrajo; ver un auto pasar por su calle siempre les resulta extraño. No pueden evitarlo. Cada vez que eso ocurre, piensan que es un cristiano que acude a ayudarlos. "Quizá vengan con pan, ropa, algunos centavos", rezan hacia sus adentros.

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Una canción norteña escapa de una bocina cuando Jesús Miguel, que luce una arracada en su oreja izquierda y lentes oscuros, platica con su voz gruesa que desde hace 20 años viven ahí, en "las colonias olvidadas". Tan olvidadas que en su percepción ni el virus causante del COVID-19 llega hasta ellos. No traen cubrebocas, ambos aseguran que los ahoga.

"Aquí la verdad, así como nos ve todos cochinos, parece que aquí las familias están más sanas", suelta María de la Luz, mujer que luce destellos de canas y ropa desgastada.

SIN MIEDO A CONTAGIARSE

Un viejo televisor pescado en la pepena les informa sobre el virus. Dicen que sí tienen cubrebocas, pero que solo lo usan cuando acuden a vender lo que recolectaron, pues se trata de lugares que así se los exige. Fuera de ahí, expresan, no lo utilizan porque no los deja trabajar.

No tienen miedo de infectarse, pero de aparecer un síntoma, el acceso a una prueba no les resulta un escenario viable. "Nosotros con qué, si apenas tenemos para comer. Ahí nomás estamos a la deriva de mi padre Dios. Ni a Seguro llegamos, quién nos da Seguro. Muy apenas nos pagan la mercancía. Nos dan lo que les da su gana", expresa Miguel, quien también lamenta que debido al virus, este año fueron canceladas las tradicionales reliquias de la región. "Antes, de perdido reliquia comíamos, y ahora ni reliquias que por eso del 'Coví'".

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Según números oficiales de la Secretaría de Salud de Coahuila, en la entidad hay cerca de 50 mil contagiados de COVID-19 y casi 4 mil muertos. Torreón, hasta el 25 de diciembre alcanzó las 999 defunciones, pero ante esos números, los Díaz Guerra son indiferentes. Ellos andan tras otros datos, como por ejemplo que el cartón se los paguen a un peso el kilo, la botella de plástico a cinco y la lámina a cuatro. Y lo más importante: su número definitivo es el que marca la báscula, esa en la que les pesan la esperanza.

Debido a su precaria realidad eligen pensar que lo de la pandemia no es cierto y anulan toda idea de enfermedad. Se enorgullecen de su buena salud. Lo que no los honra es que, tal vez (piensan) el virus no se mete con su organismo, pero sí golpea su bolsillo. "A nosotros nos está afectando más, a nosotros que vivimos al día. Ya ve que eso de quédate en casa, pero vivimos al día ¿y luego?".

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Todos los días Jesús Miguel y María de la Luz salen a peinar las calles comandando un carromato jalado por Filimón, el burro que transporta el cartón, plástico, aluminio o desperdicios. El mismo animal debe ganarse el pan, pues se trata de una boca más que alimentar.

Los Díaz Guerra no discriminan ayuda, hacen énfasis en eso porque relatan que hay personas a las que "les dan un taco y lo tiran". Ellos no, su instinto de supervivencia va más allá: si encuentran comida en la basura, que tientan no está tan pasada, se la echan a la panza. Así también la ropa, la misma María de la Luz muestra cómo los tenis que calza no le quedan, pero se aferra a ellos porque no tiene de otra; de su pantalón expone "¡Mire! no me cierra, lo traigo con un hilo", y sí, un pedazo de mecate le rodea la cintura para asegurar que la prenda se sujete a su cuerpo.

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Junto con Jesús Miguel y María de la Luz viven sus hijas María del Socorro y Lucy, además de su nieto Miguelito, de 4 años. Los dos últimos (tía y sobrino) no se encuentran en ese momento en casa porque andan en la pepena. Es lunes, uno de los días activos para explorar en la basura, además de los miércoles y viernes, que es cuando pasa el camión de la basura y la gente saca sus bolsas.

Mañana será martes y Miguel dice que aunque la gente no saque su basura, ellos deben salir todos los días a hurgar entre los desechos.

UN DÍA EN LA PEPENA

Fue un lunes cuando conocí a Jesús Miguel y María de la Luz, apalabrado quedó el acompañarlos a una jornada de pepena. Me informaron que entre más temprano mejor, pues la competencia es intensa.

Arribé a la zona a las 7 de la mañana, hora en la que apenas comenzaba el movimiento en la colonia Laguna Norte, la cual, según la página oficial del Instituto Municipal de Planeación y Competitividad de Torreón (Implan), con datos actualizados hasta el 2017, es habitada por cerca de 3 mil personas, divididas en poco más de 700 viviendas. Según lo observado en un recorrido, se trata de casas de cartón o a medio construir.

En la vivienda de los Díaz Guerra, el esqueleto alambrado de un colchón sirve de reja, de la que ahora cuelga una placa que reza "Entrada. No estacionarse". Detrás de esta se encuentra aparcado Filimón. No hace ruido. El único ruido que hay es el de una televisión en el interior pero nadie contesta a mi llamado. Aguardo.

El sol comienza a encenderse y la gente de otras casas sale a encontrarse con esta estrella de luz para calentarse, van saliendo uno a uno, pero Miguel y María de la Luz no. Pasa media hora y no hay señales de que alguien esté dentro de la estructura acartonada "pero ahí está Filimón. No pudieron haber salido sin él", pienso.

No me muevo, reviso la hora. De pronto alguien hace movimiento, es una joven que grita que ya se va a pepenar mientras empuja un triciclo. La abordo. "Hola, buenos días" y le explico por qué estoy ahí. Es indiferente y me dice que tal vez sus papás no salgan porque el frío los inmovilizó. Le propongo entonces si puedo acompañarla a ella, me observa y con un gesto de desgano accede.

Ella pedalea y yo camino. Saluda a su paso y le mueve a una pequeña bocina que cuelga de los manubrios; la música se activa. Me confiesa que le gustan las canciones románticas y "más esa la de 'contigo no le tengo miedo ni a la misma muerte'"

Nos vamos aclimatando. Pronto y por un atajo ya estamos sobre el periférico. Me dice que se llama Lucy. No cree en el COVID, no trae cubrebocas e ignora las medidas sanitarias. Es evidente que de eso no quiere hablar. Es curiosa, me pregunta sobre los medios de comunicación, "que pa' qué son". Para informar, le respondo. No entiende qué hago ahí.

Seguimos sobre el periférico, la radio dice que estamos a 9 grados. Lucy cambia de estación y se dispone a cruzar del otro lado. A su triciclo no se le impone ningún auto, ella se mete y se detiene como lo marca el semáforo, yo la alcanzo corriendo y viendo para todos lados.

Le pregunto si tiene miedo y con un gesto desfachatado contesta que no. Ella cuestiona mi nombre. Ya pisamos la zona de pepena.

En un camellón, cerca de la Universidad Autónoma de La Laguna (UAL), hay un grupo de carromatos reunidos, Lucy me explica que le llaman el sitio de burros y que su única función no es más que aguardar a que llegue alguien que requiera "un viaje", es decir, una persona que pretenda desprenderse, por ejemplo, de algún escombro, ramas, basura o troncos. Esos hombres solo esperan mientras rodean un bote metálico al que le sale lumbre.

Ya pasan de las 8 de la mañana y nos detenemos frente al primer montón de bolsas. Ahí las botellas de plástico y el cartón están separados del resto de la basura, lo cual facilita la operación. De todas maneras la joven de 17 años abre algunas bolsas para rescatar desperdicios. Dice que es para los marranos, pero pronto sabré que en ocasiones ella y su familia no tienen de otra más que alimentarse de lo que encuentran.

"Hay gente que sí separa las cosas", reconoce la joven risueña. Aunque, expresa, también hay señoras que se enojan porque la encuentran abriendo las bolsas. Y en eso anda, luchando con un nudo bien apretado al que trata de buscarle el modo, pronto se rinde. Sabe que la persona que lo sujetó lo hizo con esa intención, por eso, quizá, desiste del contenido.

Continuamos en la caminata con el ansia de llenar el triciclo, del cual Lucy desciende para caminar a mi paso. Me pregunta que si me gusta la cebolla, a ella, dice, solo la asada. "Mi papá me dijo que cuando cumpla años que qué quiero que me regale. Que qué quiero que me haga de comer y estoy indecisa. Dice que si me compra pollo, carne de marrano, o carne asada, un paquete, ¡un paquete para mí solita!, sí me lo acabo, pero no sé".

Su cumpleaños es el 6 de enero, y cuestionada sobre qué comida le gusta más dice que la carne asada. "Entonces qué le piensas", le digo "Sí, edá, pero el pollo también me encanta".

De pronto nuestra charla es interrumpida "¡Híjole! Dios....", grita Lucy. Y es que frente a nosotros viene, a vuelta de rueda, el camión de la basura. Pienso "quién ve al camión de la basura como una amenaza", pero pronto conecto, pues junto con este y frente a nosotros se nos estaba yendo la oportunidad de hurgar en las bolsas que su caja se iba comiendo. Nos peinó toda una cuadra.

Observo el triciclo y viendo que pasan de las nueve de la mañana, concluyo que sí vamos un poco rezagadas. Si no nos apuramos o nos vuelve a madrugar, el camión de la basura u otros carritos se nos adelantan. Por eso le digo a Lucy que nos apuremos, si no otras personas nos van a ganar los montones, y ella con actitud serena responde: "para todos sale el sol, amiga". Y seguimos caminando tranquilamente.

Canciones de Fernando Delgadillo se escuchan en la radio cuando pasamos frente a un gimnasio. Tavo, el encargado nos observa y nos pregunta qué andamos juntando. "De Toño y Lupe", revira Lucy. Tavo nos dice que en el techo del gimnasio hay "un resto de botellas". Le da la instrucción a un joven para que se suba y nos las pase. Y al momento los envases de plástico vacíos nos empezaron a caer, literalmente, del cielo.

Tavo le dice a Lucy que se dé sus vueltas, que él procurará juntarle los envases. Nos despedimos. Ya más o menos llevamos tupido el triciclo. Van a dar las 10 y lo único que pienso es en ayudarle a Lucy a concluir con una buena jornada de pepena. No pienso en el COVID, seguramente Lucy tampoco, en el barrio en el que andamos (Jacarandas) casi nadie trae cubrebocas.

Pienso "cómo la gente puede pensar que se tiene que cuidar de un virus, si lo que principalmente los acecha es el hambre". Hasta ese momento Lucy me dice que no ha almorzado nada. Y es que reitera: a veces se puede, y a veces no, ese es el volado que se resuelve a diario.

Seguimos la ruta cazando cartón, plástico, aluminio y desperdicio. Se detiene en dos contenedores grandes. Son los desechos de un negocio que vende hamburguesas y carne asada. "Aquí siempre salen desperdicios, a veces sale carne para los marranos".

Son las 9:42 de la mañana y Lucy se permite un respiro. Sube al columpio que siempre la espera para que su alegría y su inocencia lo activen. "Yo le quiero decir a mi papá que ponga uno, pero...pues no tiene dinero para ponerlo". Una vecina del sector la observa por la ventana y sonríe. Yo también.

La bocina que nos ambientaba la pepena comienza a dar signos de agonía. Lucy lamenta no haber cargado la batería lo suficiente. Dentro de poco nuestra mañana quedará sin banda sonora.

Saciado su momento recreativo, Lucy retoma el mando del triciclo. Le pregunto qué más o menos cuánto saca por día. Me dice que 50 pesos diarios y eso, juntando lo de su pepena y la de sus papás. Es decir 1,500 pesos al mes, aproximadamente, para cubrir las necesidades básicas de cinco personas.

¡Otra vez la campana de la basura! Nos ha comido otra cuadra. Aceleramos el paso pero de las basuras ni un rastro. De todos modos recorremos las calles. No decimos nada, pero ambas, esperamos un milagro.

Después de devorarnos dos gorditas y una Coca cada quién, seguimos delineando las calles. Alguien nos da el pitazo de unas bocinas que están tiradas, las mismas que pronto ya están en el triciclo. Ya vamos más parlanchinas que al acecho.

"¿Ya nos vamos?", le pregunto a Lucy "Pues sí, ya no hay basuras. Chaleeee". Y ya vamos de regreso a La Laguna Norte. Al no alcanzar a ver que dice una nomenclatura le digo a la joven que me diga qué dice. Ahí me entero que no sabe leer. "Es que sí me enseñó el profe, pero como un morrillo vio que me iba a enseñar me empezó a molestar. El morrillo hacía sus desmadres para que no estuviera conmigo", lamenta.

Dice que sí identifica las letras menos una "la O con un palito". Aunque su celular es obsoleto cuenta con la aplicación del WhatsApp que utiliza solo para mandar audios, bueno, dice que sí sabe escribir "Hola, qué hace", y "Ontas". Platica que de su familia el único que sabe leer es su papá, y que a ella le gustaría aprender. Se sube al triciclo y lo pedalea. Yo corro.

Otra vez gracias a sus atajos, de inmediato ya estamos sobre el periférico. En un punto vemos pasar un carromato, es su familia. Los alcanzamos. Jesús Miguel está sumergido en un contenedor grande de basura, con rapidez va aventando a la caja de Filimón el cartón, las botellas, lo que encuentra, pero con evidente urgencia. María de la Luz me explica que lo hacen rápido porque no tarda en llegar un señor que dice que esos basureros son su territorio. Son las 12 del mediodía y el frío apenas los dejó salir. Miguelito, su nieto, aguarda sentadito al frente del carromato.

Miguel está concentrado en desatorar un cartón grande que se aferra al basurero. Está enclavado, me acerco para ayudarlo, María de la Luz también, y entre los tres lo desatoramos. Jalo el imponente cartón al carromato y cuando volteo observo cómo Miguel devora un pedazo de carne cruda y le da otro pedazo a su compañera. "Mire, seño esto que ve lo vamos a usar para comer. Nomás lo lavamos y pa' dentro, ¿verdad, mijo?", me lanza María de la Luz mientras Miguel sigue hurgando dentro del contenedor.

Ese día salieron tarde porque el frío los dejó estancados. Pero el hombre de lentes y moreno, me manifiesta que aunque sea tarde, siempre salen a buscar hasta que encuentren algo que les asegure su alimento de ese día.

Filimón está listo para andar. Lucy nos sigue detrás. En el tambaleo del trayecto reflexiono cómo estas personas (y un número incontable más) pueden estar pensando en medidas sanitarias para combatir a un virus si sus manos llevan años aclimatadas a la basura ¿Cómo? Sí todos los días tienen que sumergirse en los desechos para quitarse el hambre.

Mientras el virus SARS-CoV-2 acecha al planeta, en una de las entrañas de una de las colonias de la periferia de Torreón, la realidad es distinta. (Especial)
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