Columnas la Laguna

ANÉCDOTAS

CUANDO UNA AMIGA SE VA...

HIGINIO ESPARZA RAMÍREZ

¿Qué hora es?

-Las seis de la tarde

-¿ A qué hora se van?

-Mañana en la madrugada. Vendrá una combi acondicionada para transportar a mi padre enfermo de sus piernas, y a mi madre que lo cuida. Sólo llevaremos algunas pertenencias, ropa y calzado sobre todo. Lo demás -refrigerador, jardinera, ductos del aire, lámparas, sillas, camas, trastos y cuadros los vendimos o regalamos.

-Y en México, ¿dónde vivirán?

El diálogo con las hijas se interrumpió en ese momento. Lágrimas y tristeza asomaban a los rostros compungidos, aunque aparentaban firmeza y aceptación a las nuevas circunstancias que les planteó el destino. Al fondo, como tirada en el piso de la sala recepción desierta y silenciosa, una gran bolsa de plástico llena de ropajes esperaba el momento de la partida. Una lámpara se hallaba en el suelo porque ya no hubo un lugar apropiado para ponerla y conectarla a la corriente. -Todavía enciende, se la regalo, me dijo la hija mayor, encargada de preparar la mudanza y concertar la venta de la casa que ocuparon, como propia, durante cuarenta y cinco años en la calle Roma, de la colonia El Campestre de Gómez Palacio, Durango

-Un departamento que alquilamos en México los espera. Aquí ya no podían vivir solos; allá tendrán compañía y cuidados profesionales, aclararon las hijas, radicadas en la capital de la República. 

 Mi esposa y yo, nos despedimos en ese momento y regresamos a casa, a media cuadra de distancia, sin pronunciar palabras, la cabeza gacha, cavilando sobre un final tan abrupto de una amistad entrañable, plena de confianza y cercanía.

-!Vieja condenada! ¿Por qué se mete a mi casa? Fue la tarjeta de presentación de la vecina cuando mi esposa se metió directamente a la sala de la finca recién estrenada para darle la bienvenida al vecindario, apenas poblado por su casa y la nuestra, separadas por la calle Roma, entrando por la calle Budapest. A partir de ese momento se hicieron grandes amigas, organizando juegos de baraja con apuestas de cinco a diez centavos, entretenimientos con las damas chinas y la participación de amigas que se fueron sumando al grupo, también simpatizantes de la vecina que hoy nos abandona. Con el paso del tiempo la camarilla se fue achicando hasta quedar sólo tres de las damas que le dieron forma: Roselín, Amalia, (hoy ausente) y Rosa María. 

A manera de despedida y como un recuerdo fraterno, la maestra Amalia y su esposo Ángel nos regalaron una jardinera de bronce florentino con cuatro sillas, la cual adorna el frente de la casa y la lucimos con orgullo ante el vecindario del cual mi familia fue precursora. Un lote de libros complementó el obsequio del adiós.

Pero mis vecinos ya no están aquí, su otrora casa comenzó a ser demolida parcialmente para satisfacer, mediante adaptaciones, los requerimientos de los nuevos propietarios. Los escombros se amontonan a un lado de la cochera, flanqueada por un extenso jardín que Ángel -el jefe del clan- regaba diariamente con una larga manguera. La picota, impaciente por acabar con el pasado, arrasó también con una placa ovalada empotrada en la pared, junto a la puerta de entrada, con el número de la finca y el apellido de sus primeros ocupantes: Familia Sánchez Amaya.

-¿Has hablado con la vecina por teléfono?

-No, ella es la que me habló desde México.

-¿Cómo se encuentran ella y su esposo?

-Bien, pero añoran su antiguo hogar. Amalia me pregunta: ¿Cómo está mi casa?

-Ya no es tu casa. Olvídate, le digo y calla.

Su ausencia lastima y no hay paliativos; noto consternado que en la calle Budapest hay más casas vacías: la de Paty en la esquina donde vendía la nieve de  Chepo; ella se fue a Guadalajara y las plantas y árboles que puso en las banquetas se están secando porque nadie los riega; la casa contigua sigue desierta, la rentan pero parece que no ha despertado interés;  una más se encuentra en venta pero los años de abandono la han cubierto de maleza; los vecinos de enfrente parece que se fueron a Nueva York -de vacaciones, me dicen. !Que bueno! respondo. Don Nacho Uribe, con 93 años a cuestas, ya no sale a barrer la banqueta de su hogar, como lo vino haciendo desde su jubilación y yo dejé de regar el parquecito cercano porque las piernas ya no me respondieron. 

-Usa la andadera, aconseja mi mujer.

-Y la manguera ¿Cómo la enrosco en la llave, la extiendo y la sostengo como antes, cuando las damas caminantes llevaban a su perro a tomar agua?

Aprieto los labios y me resigno con una esperanza: ya vendrán tiempos mejores...  Sin embargo, no salgo de casa como antes y ya no saludo a la poca gente de fuera. También observo una situación rara: no hay niños en el vecindario; todos somos matrimonios viejos y solitarios, con bajas en el camino. 

A la profesora Amalia la voy a extrañar más, porque fue censora de mis textos semanales en El Siglo de Torreón. Pero su casa enmudeció y me entristece la calle vacía, con las hojas del otoño arrastradas por los vientos que soplan, a veces turbulentos y en otras acariciantes, como sucede con la vida. 

"Tu significas para mi, más de lo que las palabras pudieran expresar. Eres la mejor vecina del mundo", fue el sentimiento de la vecina hacia mi mujer plasmado en un tarro de porcelana. Lo haremos florero para adornar la mesa jardinera que nos obsequió. -!Cómo friegas! Le contesta mi esposa cada vez que la maestra pregunta desde México por su casa, la antigua casa que ya no verá más porque otros son los dueños. 

 Cuando un amigo se va/ queda un espacio vacío/ cuando una estrella se va/ el alma se llena de frío... (Alberto Cortez)

Leer más de Columnas la Laguna

Escrito en:

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de Columnas la Laguna

TE PUEDE INTERESAR

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 1761713

YouTube Facebook Twitter Instagram TikTok

elsiglo.mx