¿Recuerdas, Terry, la primera vez que oíste el trueno de la tempestad?
Eras un cachorrito de unas cuantas semanas de nacido, y de pronto la casa del Potrero se llenó con el fragor de la tormenta. Corriste a donde estaba yo y me miraste como preguntándome qué era ese ruido fragoroso.
Te tomé en los brazos y te acaricié para tranquilizarte.
-No es nada, Terry. No es nada.
Aunque otros truenos se escucharon luego ya no te asustaste. Dormido en mi regazo levantabas las orejitas cuando sonaba uno, pero no salías de tu sueño de niño.
En mi vida hubo después otras tempestades. Lo sabes bien, amado perro mío. En ellas me diste tu compañía y tu consuelo. Con tus ojos de luz parecías decirme:
-No es nada, amigo. No es nada.
Aprendí entonces que el amor de un perro puede aliviar todas las soledades y todos los temores. En las horas de tinieblas la mirada de tu perro te dirá:
-No es nada. No es nada.
¡Hasta mañana!...