Hoy 30 de octubre se cumplen 209 años de un hecho
histórico que hasta la fecha discuten los especialistas y que por estos días, con motivo de los sucesos de Culiacán del pasado 17 de octubre, puede
ser útil tenerlo presente
para la reflexión.
El hecho sucedió en
el llamado Monte de Las
Cruces, sitio localizado
a menos de 45 kilómetros de la capital en dirección a Toluca. Según don Lucas Alamán,
tal sitio recibía ese nombre “porque siendo paraje en que eran frecuentes los ataques de bandidos, había muchas cruces que, según la costumbre del país, señalaban los lugares en que
habían sido muertos por
ellos algunos pasajeros.”
Pues bien, en tal sitio
se enfrentaron en célebre batalla las fuerzas insurgentes al mando del
cura Hidalgo, y tropas virreinales. Estas últimas
estaban integradas por
alrededor de dos mil elementos, entre los cuales
se contaban varios cientos de supuestos voluntarios aportados por hacendados del rumbo. Casi todos eran mexicanos,
excepto los altos mandos
que eran españoles.
Por el lado de las
huestes de Hidalgo, en
número más o menos similar al de los realistas,
se contaban soldados
que se habían unido a la
causa insurgente en
Guanajuato, Celaya y
Valladolid (hoy Morelia).
Ha de contarse también entre los insurgentes a un número indeterminado de indígenas: 40
mil de acuerdo a la estimación de Fray Servando Teresa de Mier, 80 mil
según don Lucas Alamán
y más de 100 mil que “venían en tumulto”, conforme al cálculo de Lorenzo de Zavala. Cualquiera que haya sido su
verdadero número, la cifra era impresionante.
Las tropas insurgentes, al mando operativo
de Ignacio Allende, obtuvieron una aplastante
victoria, si bien el historiador Alamán introduce matices al respecto.
Las primeras escaramuzas de esa batalla dieron
inicio a las ocho de la
mañana de aquel 30 de
octubre de 1810. A las
once se generalizaron
las acciones. Cerca de la
una de la tarde las tropas virreinales empezaron a replegarse y antes
de las cinco de la tarde
emprendieron la retirada rumbo a la gran ciudad, a la que entraron el
día siguiente completamente derrotadas.
Ya se imaginará el
lector la conmoción que
causó en la capital del
Virreinato, a la sazón
con “más de 140 mil habitantes” según Teresa
de Mier, la noticia sobre
la estrepitosa derrota
del ejército español, que
se conoció desde la tarde
del mismo día 30.
Se sabía asimismo
que la gran ciudad estaba prácticamente sin defensa militar y que las
tropas de apoyo, situadas en Querétaro y Veracruz, no llegarían tan rápidamente como para
impedir la toma de la capital por los insurgentes.
El propio día 30 Hidalgo
llegó hasta Cuajimalpa,
a escasas cuatro leguas
de la ciudad de México.
Escribe Alamán que
los miles y miles de elementos que seguían a
Hidalgo venían “armados de lanzas, piedras y
palos, tan prevenidos para el saqueo de México,
que (hasta) traían sacos
para llevarse lo que cogiesen”.
Los historiadores de
la época nos han dejado
descrita la situación que
durante esos tensos días
vivió la capital. Carlos
Ma. Bustamante la narra así: “Veíase la agitación en la tarde del día
30 (de octubre) pintada
en todos los semblantes;
el rico ocultaba sus talegas donde sólo Dios y él
supiesen de su existencia; los monasterios eran
depósitos de las mayores
preciosidades; oíanse coches que entre las tinieblas de la noche trasladaban arrastrándose pesadamente cuantiosas
sumas a la Inquisición y
conventos de frailes; las
viejas chillaban, los
monjes multiplicaban
sus prácticas religiosas;
los gachupines bramaban de cólera, y no cesaban de probar sus armas
para cuando llegase el
intento de la defensa”.
Por su lado, José María Luis Mora dejó escrito que en cuanto se supo
lo cerca de la ciudad que
estaban las huestes de
Hidalgo “empezó la alarma que se fue aumentando por grados y momentos. Todos los vecinos
acomodados, así españoles como mexicanos, entraron en los más grandes temores por las pérdidas con que los amenazaban fundamentalmente las masas indisciplinadas de los insurgentes si llegaban a apoderarse de la capital, en
la que indudablemente
habrían cometido mayores excesos de los que
hasta entonces habían
dado tan funestos ejemplos en los otros lugares
y poblaciones. Así es
que cada cual ocultaba
lo que tenía en los monasterios de frailes y
monjes, y en otros lugares que se creían respetados por el furor popular; y se puede argumentar, sin temor a equivocarse, que ningún hombre medianamente acomodado, por mucho que
fuese afecto a la independencia, deseaba la entrada de Hidalgo a México”.
El cura de Dolores intentó negociar la rendición del virrey Venegas,
pero no lo logró. De haberlo así resuelto, con la
mayor facilidad habría
tomado la capital del Virreinato, lo que “hubiera sido –escribe Zavala- la señal del triunfo en
todo el territorio”. Aunque seguramente en medio de un baño de sangre, además del saqueo.
Para sorpresa de todos y gran disgusto de
Allende, quien quería tomar la ciudad de México, el 2 de noviembre Hidalgo ordenó la retirada.
“Muy poco –reflexiona Zavala- se necesitaba
saber para aprovecharse
de unos momentos tan
preciosos, de una ocasión que (en el curso de
la guerra) no se volvería
a repetir”.
El resto de la historia
ya lo conocemos. Luego
de esa discutible retirada siguieron once largos
años de permanente derramamiento de sangre
antes de alcanzar la independencia. ¿Se equivocó Hidalgo? ¿Estaba
Allende en lo correcto?
A la luz de esta experiencia histórica, ¿se tomó
en Culiacán la mejor decisión el pasado 17 de octubre? El tiempo lo dirá.