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MARÍA DEL CARMEN MAQUEO GARZA

REFLEXIONES AL AMANECER

Rumbo a Piedras Negras, me sorprende el amanecer. Al filo de las cinco, llegamos a Ciudad Frontera. El blanco polar de las luminarias hace un agudo contraste con el cielo límpido, y hacia el oriente, la luz del sol naciente comienza a orlar, con filos plateados, las densas nubes cirriformes, contra un cielo que ahora se va pintando de azul y rosa.

Como rey portentoso, emerge el candente sol. Sus bordes lucen irregulares tras un velo de nubes que le concede un aire misterioso. Un rato después luce alto y plomizo, tras la cortina de nubes. Parece general de batalla guiado por la estrategia militar de Sun Tzu, moviendo sus ejércitos a la distancia, de manera intachable.

Mis diálogos con la naturaleza hacen obligada pausa. Nos aproximamos al retén de revisión. A estas alturas de recomposición de fuerzas de seguridad, no sé a qué grupo pertenecen los elementos que nos revisan. La parafernalia es la misma, uno como estatua, con arma de alto poder y mirada vigilante; más allá, dos o tres uniformados observan los acontecimientos. Todo remata con un can que no se inquieta, a pesar de tanto movimiento. La revisión incluye bolsos de mano. Como cada vez que ha ocurrido este esculque, me pregunto qué artículo o sustancia esperan encontrar dentro de mi bolso. Eso sí, contrario a otras veces, el uniformado que me revisa es simpático, tiene un acento jarocho y platica mientras inspecciona, una por una, mis pertenencias personales. Se detiene a investigar lo que traigo en una cantimplora de plástico.

- ¿Es agua? ¿Por qué trae agua así, de este modo?

- Para no provocar más contaminación con desechos plásticos.

Como los misioneros evangélicos, aprovecho para dar mi mensaje. No sé qué impacto llegue a tener, me anticipo a suponer que poco. Observo que ahora, al lado de la mesa de revisión, hay un refrigerador con refrescos y agua embotellada para venta. Los humanos vamos como escuelas de peces en el agua, cada cual movido por su consigna personal. En un punto del océano coincidimos, intercambiamos contenidos, para enseguida continuar, cada cual en su propia dirección.

Cuando llegamos a Allende, el cielo se ha despejado. El movimiento en las calles ha comenzado, aunque no es muy intenso. Acaba de arrancar el período vacacional, ya no se observan esos ríos de escolares, de la mano de sus cuidadores, caminando velozmente hacia los centros escolares. Inmuebles y niños, toman un merecido descanso. Los edificios se perciben ordenados y silentes, yo diría que aliviados del trajín habitual.

Es interesante observar las casas de pueblo cuando comienzan a desperezarse. Cada una ofrece material precioso para crear historias. En un predio, utilizan parte de la extensión para montar una "pulga", hay mesas con diversos electrodomésticos, y al fondo, un barrote del cual penden prendas de ropa variopintas. En la propiedad contigua, próximo al límite entre predios, hay un tejabán bajo el cual se hallan tres toallas colgadas. Parecen las vecinas entrometidas, que asoman cuando nadie las ve, para husmear entre los objetos de la casa de al lado.

En cierto crucero, un hombre madrugador saluda entusiasta a la distancia, al conductor del camión. Caigo en cuenta cómo se han perdido estas costumbres en las ciudades. Un reconocimiento gratuito que se recibe con agrado, pero que en las moles de concreto y hierro ya nadie tiene tiempo de obsequiar. Vaya, ni nos percatamos de su valor de identidad, hasta que no redescubrimos en un pueblo ajeno, lo que hemos perdido.

Las poblaciones despertaron. Si acaso algún perro holgazán duerme echado sobre la banqueta, aprovechando el relativo frescor de la noche. Sorprende atestiguar el modo como la naturaleza se abre paso a través de resquicios o venciendo obstáculos de altura. Crece un menudo nogal al lado de un árbol trunco pintado de amarillo mostaza. El contraste de este último con el verde intenso del joven retoño, es agudo. Más allá, una enredadera silvestre ha ascendido del nivel del suelo a varios metros de altura, siguiendo los cables de fijación de un poste de concreto. Como para recordarnos que, así se antoje imposible, la naturaleza siempre estará por encima de los estragos que la civilización provoca.

Viajar es siempre aleccionador. A través de los viajes, aprendemos a revalorar lo propio desde fuera. Esos tres trabajadores de la construcción, que esperan sentados en la banqueta, con sus respectivas bicicletas, la hora de ir a trabajar, me lleva a recordar, que la dignidad de las personas no se mide por lo grueso de sus carteras. Los tacos que esos hombres llevan para la hora de comida están hechos con los ingredientes más finos: amor y cuidado.

Llego a casa dispuesta a reinventarme después de estos descubrimientos. Hasta el próximo viaje.

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