El filósofo invitó a sus discípulos a pasar la noche en la montaña. Quería que aprendieran a amar las cosas de la naturaleza, y sabía que a veces es necesario no ver las cosas para poderlas luego ver mejor.
Juntos contemplaron el cielo constelado. Ésa, les dijo, era la primera lección para no caer en tentaciones de ateísmo.
Luego se deleitaron con el brillo de la Luna. Ahí estaba, dijo, si no toda la poesía sí la mayor parte de ella.
Por último se aplicaron a oír los ruidos de la noche.
-Eso es cosa fácil -indicó a sus alumnos-. Cuando tengan mi edad sabrán escuchar el silencio.
Horas después dijo uno de los discípulos:
-Maestro, la Luna se ha ocultado y las estrellas desaparecieron. La noche es oscura, tenebrosa; por ninguna parte se ve ni aun la más pequeña claridad. El temor invade nuestro ánimo, y el corazón naufraga en las tinieblas. ¿Qué sucede, maestro?
Respondió el pensador:
-En las sombras es donde brilla más la luz. La noche se vuelve más oscura cuando está a punto de amanecer el día.
¡Hasta mañana!...