Hace frío, mucho frío, pero este grueso chaquetón de lana es tan caliente que parece que llevo el Sol conmigo.
Subo por la antigua vereda que lleva a lo alto del monte que llaman Coahuilón. No pretendo llegar hasta la cima, no. Podría hacerlo -el pasado año alcancé la cumbre sin hacer esfuerzo- pero voy solo, y no es prudente emprender un ascenso así cuando se va sin compañía.
Quiero solamente estar una vez más en el paraje que conocemos como la plazoleta. Es un espacio abierto entre los árboles donde brota un pequeño manantial. A él acuden los venados a beber, y hay abundancia de colibríes y pájaros azules. Puede uno estarse horas enteras mirando a esas criaturas y viendo en ellas al Creador.
Este bosque es mi catedral. Estar en él es para mí rezar una oración. Mirar los altos pinos, y el hilo de agua que corre entre la hierba, y estas aves y estos ciervos que sin temor te miran es decir sin palabras. “Creo en Dios.”.
Bajaré del monte antes de que la noche caiga. Y si alguien me pregunta de dónde vengo responderé: “De un bautizo”.
¡Hasta mañana!...
