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Viejo rico, viejo pobre

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ADELA CELORIO

La mejor herencia, la que nos asegura la simpatía de nuestros hijos, es no ser una carga económica para ellos.

Es mejor ser joven, sano y rico que viejo, enfermo y pobre. — Dicho popular

“¿Cuál es su gloriosa edad? Si la persona responde como disculpándose, que tiene veintitrés o veinticuatro años, el interlocutor la conforta: No se preocupe, algún día será viejo. Si tiene más de cincuenta años, el interlocutor lo tratará con humildad y respeto. Por esa razón, todos los ancianos deberían irse a vivir a China, donde hasta un mendigo, si tiene la barba blanca, es tratado con extraordinaria bondad”, cuenta Lyn Yutang en La importancia de vivir (editorial Hermes).

Traspuesta la barrera de los años, ya gozo de patente para la obcecación y en su nombre pido que no me ubique -pacientísimo lector- bajo los palios de “tercera edad”, “adulto mayor”, “juventud acumulada” o cualquier otro eufemismo que hemos inventado los occidentales para soslayar la vejez.

Viejo es el adjetivo correcto para designar a quien ha estado en la vida el tiempo suficiente para cometer muchos errores y, si tiene suerte, poder enmendarlos. Es viejo quien ha enterrado a los padres y despedido a los amigos, Dios quiera que la vida no los haya mutilado con la muerte de un hijo.

Ser viejo, igual que ser joven, no tiene ningún mérito dado que ambas son situaciones fortuitas que no dependen de nuestra voluntad. En todo caso, lo que podría considerarse un mérito es la forma en que habitamos la edad. Lo que hemos hecho y estamos haciendo con el tiempo que la vida nos concede.

Envejecer es una realidad esencial que, sin embargo, nos empeñamos en soslayar. Lo de hoy es vivir el momento y prolongar la juventud hasta lo patético. La vejez se ha vuelto socialmente incorrecta y nos obliga a invertir una gran parte de nuestro presupuesto en cremas antiarrugas, liftings, jeans y carísimos zapatos deportivos. Nos vamos convirtiendo en carne de gimnasio y el Photoshop apoya el moderno compromiso de no rendirnos ante los años. ¡Viejos los cerros qué caray!

“Me han dicho vieja puta como seis mil veces. Yo no sé por qué les molesta tanto que yo sea vieja”, cuenta Elena Poniatowska. Nuestro modelo social ha decidido prescindir de la fastidiosa reflexión que impone el paso del tiempo. En el empeño de parecer jóvenes y dichosos a tiempo completo, no nos preparamos para la última pero también la más difícil de las pruebas que todavía nos reserva la vida. Como alienígenas, aterrizamos sobre un montón de años y, si hemos sido bendecidos con una buena salud, sólo necesitaremos un oftalmólogo, un buen otorrino, un reumatólogo, un cardiólogo y una farmacia.

Además de ser difícil, la vejez es muy cara. Como todo el mundo, yo tuve dos abuelos. Uno nació en una familia rica y, por ser el único varoncito entre siete hermanas y tres tías solteronas, fue el beneficiario de todos los privilegios que su familia pudo otorgarle. Terminó su vida pobre y amargoso.

Mi otro abuelo, el favorito, hijo mayor entre catorce hermanos en una familia de campesinos sin tierra, tuvo muy pronto la urgencia de trabajar. Sus años dorados comenzaron cuando, a los 82, pudo volver a sus raíces y caminar por sus huertas cosechando los perales, los manzanos y los castaños que alguna vez sembró, pensando en su vejez.

Parece frívolo hablar de dinero y, sin embargo, es de lo que quiero hablar. Nos bombardean con la necesidad de tener hábitos sanos, de hacer ejercicio y mantenernos activos, pero nadie menciona la importancia de procurarnos -cuando todavía es tiempo- una vejez autosuficiente. La mejor herencia, la que nos asegura la simpatía de nuestros hijos, es no ser una carga económica para ellos.

¿Acaso usted, pacientísimo lector, cree que la familia de Trump sería tan encantadora y cercana al copetón, como aparece en las fotos, si además de vulgar, mentiroso y fantoche, el viejo también fuera un pobretón?

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