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Como Dios manda

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ADELA CELORIO

Mi Querubín ya había pagado por sus tesoros gourmet más de lo que yo tenía como presupuesto para alimentar a la familia toda la semana.

En todo matrimonio que ha durado más de una semana existen motivos para el divorcio. — Robert Anderson

Toda paella como Dios manda comienza con la compra. Esto implica salir temprano de casa con la hielera preparada y atravesar la ciudad para llegar al Centro Histórico. Allí se ubica el Mercado de San Juan, uno de los más antiguos y tradicionales, famoso por la variedad de alimentos, los hay tan exóticos como la carne de león, de cocodrilo o de venado; la sección de insectos ofrece chapulines, alacranes y gusanos de alto valor proteínico.

Viejo, descuidado y sombrío en sus instalaciones, es el mercado preferido de los grandes chefs por la primerísima calidad y variedad de los productos que ofrece. Caminar entre lustrosos pimientos y espárragos cojonudos es un verdadero agasajo visual y olfativo; la experiencia justifica desafiar la pesadilla del tránsito y la dificultad de encontrar estacionamiento. Después, sólo hay que serpentear entre los pasillos hasta dar con la sección de pescados y mariscos donde mi Querubín elegía los langostinos más grandes y pulposos, almejas blancas, navajas, mejillones y calamares. Más adelante, pollo, conejo, o ambas cosas. Costillas de cerdo finamente cortadas y, en la sección de verduras, pequeñas y tiernas alcachofas a precios muy poco amigables. Llegado este momento, mi Querubín ya había pagado por sus tesoros gourmet más de lo que yo tenía como presupuesto para alimentar a la familia toda la semana, lo que se dice tirar la casa por la ventana. Alguien tuvo a bien comentar que sólo los embutidos de La Catalana eran dignos de nuestros exquisitos paladares y pues… ¡faltaba más!, hacia allá íbamos en busca de jamón serrano, morcilla, lomo y butifarra para el aperitivo. Y no, en el mercado de San Juan nada de ¡pásele marchanta! ni de ¿qué le damos güerita? Aquí somos los clientes quienes debemos ganar la buena voluntad de los marchantes para que nos hagan el favor de atendernos.

Finalmente, el pasillo de los quesos era mi mejor momento porque en Gastronómica San Juan tienen una manera de vender que, juzgue usted mismo pacientísimo lector: así nomás pararse por ahí, le ofrecen a uno hasta una docena de probaditas de quesos mientras el encargado explica las cualidades y el origen de cada variedad. El cacciocavallo, con su sabor inicialmente dulce y luego picante, y los diferentes quesos de untar, elaborados con leche de cabra y frutos secos, eran nuestros preferidos. No obstante, lo mejor llegaba cuando para acompañar la degustación, también por cortesía de la casa, nos ofrecían un vaso de vino de la mejor calidad. ¡Eso era vida! Infravida era llegar a casa y comenzar la preparación.

Mientras mi Querubín se atrincheraba frente al televisor a espera la charola, con una anticipación de las delicias que habíamos comprado, yo debía poner todo a punto para que el chef se luciera al día siguiente: macerar el pollo en jugo de naranja, los mariscos en vino blanco y preparar a fuego lento un fondo muy bien especiado. Todo debía quedar a punto para que mi Querubín -que atravesaba por entonces su momento más protagónico- cocinara siguiendo las instrucciones que yo le daba discretamente: ahora el caldo, ahora el arroz, ahora el azafrán… mientras los comensales atacaban los fiambres cantando mal pero nutrido: ¡Y a mi me gusta el pim-piririn, pin pin, de la botella el pan-paran-pan-pan! y celebraban calurosamente al cocinero que se pavoneaba en su impecable delantal.

Entre aplausos y reiteraciones de amistad, las comilonas se prolongaban hasta bien entrada la noche, y cuando finalmente los invitados se despedían felicitándome por la suerte de tener tan gran chef en casa; mi Querubín, agotado, se arrojaba a la cama mientras yo me las arreglaba con manteles sucios y los montones de basura maloliente que dejan los crustáceos; lo que se dice el trabajo sucio. ¡Ni modo! El que nace pa´maceta, no pasa del corredor.

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