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SAÚL ROSALES

La vista se le fue hasta su propia imagen y al instante la quiso comparar con la de los muchos viejos precaristas que se podían encontrar en la calle.

Esa mañana el viejo abrió el refrigerador para seleccionar su menú del desayuno. El artefacto no era de los familiares grandotes que hasta surten de hielos al instante ni de los pequeños como de oficina (¿frigobar?), sino de hombre solo que había sido un privilegiado con salario un poco mayor que el mínimo.

Un rato después estaba ante sus platos servidos en la mesa. La carta de este desayuno era de alimentos de fácil adquisición en el supermercado. La última nutrióloga había resultado la mejor porque otras le habían preparado dietas que sólo altos ejecutivos de altos sueldos podrían seguir.

La ingesta de esta mañana, igual que varias de los otros horarios, le pareció influida por la cocina azteca. Lo que había preparado era un montoncito de nopales que compró ya cocidos en la cocina del súper. Había espulgado los trocitos de tomate; tenían poca cebolla, para contrariar a la nutrióloga.

Como un volcán lucía el puñado de nopales coronado con tres cucharadas de queso cottage. Lo circundaban rebanadas de medio aguacate, el precio del kilo de ese fruto andaba esa semana a medio salario mínimo diario. No por ello, sino por su salud, la nutrióloga le permitía sólo un cuarto.

Completaban el menú, y ya estaban dispuestos en platos aparte, dos tortillas recalentadas que volvían a enfriarse (nada más dos tenía recetadas), un mango ataulfo y un durazno. El menú dictaba una fruta y un jugo pero el viejo transgresor no tomaba jugo y agregaba la otra fruta.

No tenía los trastos necesarios para prepararse los jugos de las únicas frutas permitidas. Quedaron proscritas, por ejemplo, la naranja, el melón, la papaya. Aunque antes había sido poco condescendiente con su boca y su estómago y para alimentarse prefería lo que requiriera menos dedicación.

De cualquier manera no dejaba de disfrutar el verdioscuro sabor de los cuadritos de nopales aderezados con el jugoso queso cottage, tampoco la costosa pastosidad del aguacate, todo en combinación con el dulcemente especial gusto de las tortillas.

Ante su permanente falta de compañía, la vista se le fue hasta su propia imagen y al instante la quiso comparar con la de los muchos viejos precaristas que se podían encontrar en la calle. En sus estrecheces, ¿cómo pasarían ellos los trances medicoquirúrgicos que él había sufrido?

Su pensión y su servicio médico de pensionado (éste, para los escuálidos recursos de su cajero automático, casi de atraco por no haber contratado tras su retiro –por ignorancia– el “reaseguro”) le habían permitido reiteradamente salvar su cuerpo de mayores molestias.

Pero un viejo de aquellos, de esos que casi son privilegiados porque se ganan algún dinero embolsando las compras del súper y de los que recorren las calles en la noche o en la madrugada hurgando los depósitos de basura en busca de alimentos o productos reciclables para llevarlos a vender.

Esos viejos sin pensión, sin servicios de pensionado, sin familia o de familia dependiente o de vida tan desastrada como la de ellos, cómo pasan trances que traen una secuela de cuidados y atenciones que aunque de mínimo costo acaban siéndoles privativos.

Operan en su nación servicios públicos casi gratuitos. Quizás allí sean tratados como seres humanos a pesar de su mugre y sus atuendos sucios y ruinosos o tal vez unos y otros se hayan medianamente higienizados para la consulta médica, pero, ¿los medicamentos caros, las cirugías, los internamientos?

¿Y lo posterior? Los menús de ejecutivos de altura y aun las cartas de dieta predominantemente indígena de nopalitos, vegetales crudos y cocidos, aguacates, amaranto, elotes hervidos, tortillas, atoles mexicanos de maíz sin chocolate ni piloncillo, lácteos desproteinizados, arroz blanco, frutas de la surtidísima producción nacional, ¿cómo los van a obtener? Esos viejos y sus familias no tienen más remedio que morir.

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