Siglo Nuevo

Renato Cisneros

Entrevista

Foto: Grupo AS

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Yohan Uribe Jiménez

Lector y admirador del escritor mexicano Antonio Ortuño, curioso a la hora de buscar, en el tono de Juan Rulfo, alguna referencia sobre la posibilidad de hablar con los muertos o el hilo para tejer una saga familia utilizado por García Márquez, el periodista peruano Renato Cisneros regresa a las librerías con un ejercicio de la memoria familiar que traduce con el título Dejarás la tierra, bajo el sello editorial de Planeta.

Un silencio antiguo selló durante doscientos años el misterio de una familia demasiado parecida a las tragedias y ambiciones del Perú. Patriarcas decolorados, mujeres sacudiéndose el peso de su tiempo, personas, al fin y al cabo, que han sido rescatadas en este libro para tantear un correlato de individuos que redimensiona la historia republicana de una nación. Esta novela le recuerda al lector que las familias están hechas de todo lo que se ocultan y que sólo una prosa capaz de atravesar lo visible y lo soterrado puede rastrear el cauce de eso que es designado como “identidad”. Si la voluntad de forjarse una estrella propia llevó a Renato Cisneros a escribir La distancia que nos separa, lo que entrega en Dejarás la tierra es, al mismo tiempo, el cierre de aquella historia y la confirmación de un narrador capaz de ver el precipicio y dar un paso más.

Cisneros nació en Lima en 1976. Es periodista y escritor. Son suyos los poemarios: Ritual de los prójimos (1998), Máquina fantasma (2001) y Nuevos poemas italianos (2007). También ha publicado las novelas Nunca confíes en mí (2011) y Raro (2012), que contó con ilustraciones de Alfonso Vargas. Por once años escribió para el diario El Comercio. Actualmente firma columnas semanales en La República y conduce programas radiales y televisivos en el Grupo RPP.

¿Qué tan difícil fue concretar este ejercicio autobiográfico con apego al rigor histórico?

Es difícil cuando la dinámica entre la biografía y la historia no es natural, espontánea. En el caso de mi familia es diferente, a lo largo del relato está, de manera permanente, la historiografía; sobre todo porque los nombres de mi familia, los que yo aprendí desde chico, fueron definidos por las cosas que habían hecho, o que me decían que habían hecho. Eran personajes que habían estado involucrados directamente con la historia de mi país; en momentos importantes de la vida republicana del Perú. Habían participado activamente tanto en la vida periodística como en la diplomática y la intelectual.

Cuando empiezo a reconstruir la historia de mi familia, me doy cuenta de que siempre estaba presente la historia del país, como un cortinaje de fondo, y la usé como eso. No quería escribir una novela histórica porque me parecía que podía generar una densidad que no me interesaba y además no quería darle a la historia un lugar de segundo plano.

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Foto: Bernardo Moncada/Notimex

La historia surge a partir de un hallazgo personal tuyo, casi de ficción...

Sí. Descubro que el padre de mi abuelo no se apellidaba Cisneros, como casi todos los hombres de esta familia tan tradicional de Lima, tan conservadora, pero también tan costumbrista y mesocrática, sino que tenía otro apellido. Eso me inquieto tanto como me fascinó. Fue un descubrimiento personal que me motivó para hacer lo que más me gusta: escribir.

Descubrí, por ejemplo, la relación con una mujer y que había recurrido a prácticas ilegítimas para poder estar juntos, y que esa ilegitimidad se fue reproduciendo a lo largo de los siguientes años y los siguientes siglos y generaciones. También me pareció que esa historia, en manos de alguien que escribe, tenía que convertirse en una novela o que debía, por lo menos, intentar escribir una novela. Por eso es que yo escribo, no la historia de mi familia tal cual sucedió, porque eso sería imposible de reconstruir, sino una historia familiar tal y como creo que sucedió, guiándome de documentación, de mucho archivo, de biografías y, sobre todo, con el deseo de contarme la historia a mí mismo, y luego, pensando en que puede llegar a más lectores.

En lugar de indagar en la vida pública de los personajes, indagas en su vida privada...

De chico sabía que esa vida pública familiar estaba reseñada en enciclopedias, en libros de historia y en libros que mis tíos referían para hablar en las reuniones de esos hombres protagónicos, hablaban de mi abuelo, mi bisabuelo, algún tío, mi propio padre. Pero a mí no me interesaba indagar sobre esa vida, porque esa ya estaba en algunos libros. Me obsesionaba más bien que tipo de fracturas sentimentales habían tenido, en qué tipo de ilegitimidades habían incurrido, y claro, cuando empezó a salir a la luz toda esta vida de relaciones promiscuas y de adulterio y de secretos permanentes, entiendo que está era la historia que yo tenía que contar. Además, era la historia que en mi familia nadie quería contar.

¿Salió el familiar o el escritor incomodo?

(Risas de Renato) Me parece que los escritores son parte de esa minoría que existe en toda sociedad que cuestiona los relatos oficiales y trata de subvertir la historia que nos ha sido narrada, tanto la de las familias como las de los propios países. Claro, eso es algo que puede gustar a muchos o no, pero es, definitivamente, una de las condiciones a las que está atada la labor del escritor.

Desde lo histórico y también desde lo familiar es una historia provocadora...

Sí, pero el ánimo que me asistió mientras hacía la investigación y la escribía no tenía que ver con despertar el morbo de los lectores destapando algunos secretos sino con realizar un fresco de época, donde la intimidad de los personajes saliera a la luz, pero solamente para que se convirtiera en una suerte de realidad universal. Finalmente, casi todas las familias, o muchas de las familias de América Latina, están constituidas con esos mismos materiales: el secreto, el mito, la mentira consabida, la imposición de aparentar, la ambición de nobleza, etcétera.

Creo que, en el fondo, es un retrato muy latinoamericano de nuestras dinámicas familiares.

¿Esa pretensión aristocrática es una mala herencia española?

Definitivamente. La aspiración por la nobleza es una de las peores herencias que nos dejó el colonialismo. Está necesidad por que nuestros apellidos signifiquen algo, por representar algo en la sociedad o poder mirar por encima a los demás, generar jerarquías y divisiones de clases sociales, todo eso es una herencia del colonialismo que nos dejó una impronta muy negativa en algún sentido.

Por ejemplo, en las familias siempre ha existido está obsesión por contar sólo lo que las deja bien paradas y ocultar aquello que es incómodo, pero, de repente, esto tiene que ver mucho más con la constitución del carácter y el temperamento de los descendientes. Una obsesión que me perseguía era que los lectores leyesen la novela para que empezaran también a dudar de sus propias familias, de sus propios relatos, de la propia mitología que han validado durante toda su infancia y juventud.

¿Ganaste lectores y perdiste familiares?

Um… Yo siempre he dicho que, para una familia, lo peor que puede ocurrir es tener un escritor entre sus filas (risas), ¿no? Es el agente incómodo que seguramente contará algunas de las verdades inconfesables de la familia. Lo peor para un escritor es escribir pensando a su parentela, en las expectativas de su parentela, en lo que ellos quisieran leer. El verdadero objetivo de un escritor es relacionarse con el lector.

Claro, luego de la publicación de la historia algunos se decepcionaron, se distanciaron. Me parece que era un precio, por darle algún nombre, que había que pagar para poder afrontar una novela de estas características. Si yo tuviese que rehacer mi novela, la volvería a hacer tal cual, me refiero a ésta y mi anterior historia La distancia que nos separa, que es una novela sobre mi padre. La recompensa me ha llegado cuando lectores anónimos, gente que no me conocía, se acerca para decirme cosas como: “Mi abuelo fue sacerdote, pero su novela cura la herida de mi familia”, o bien que se atrevan a empezar sus propias pesquisas a partir de la historia. Eso me ratifica que el quehacer literario no tiene nada que ver tanto con las ventas o las traducciones, que siempre vienen bien, ni con los premios sino con los lectores que, de pronto, se sienten representados con la historia que tú escribiste en la soledad, sin que nadie te la pidiese, creyendo que no le iba a importar a nadie.

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Foto: Ernesto Arias/EFE

Más allá de tu familia, ¿es también un acercamiento con la historia de Perú?

Sí, empezando por mí. Mientras la escribía, llenaba varios vacíos que la educación me había dejado. Creo que conocemos muy poco de la historia de nuestros países, muy poco de la historia de nuestras familias. Asumimos que conocemos una historia general de cómo surgió nuestro país, pero lo normal es que esté plagada de lugares comunes, de nombres de próceres, de fechas cívicas que forman parte de un calendario histórico y poco más.

Lo que de verdad debería interesarnos, y creo que nos definiría más como sociedad y como individuos, es conocer un poco más de la personalidad de estos hombres, de estos familiares y antepasados. No es casual que tanto la historia de nuestra familia como la historia de nuestros países este más vinculada a las figuras masculinas que las femeninas.

¿Qué papel jugaron las mujeres de tu familia?

Me parece que la historia tiene un sesgo machista muy obvio, el cual debería haber sido puesto en tela de juicio mucho tiempo atrás. Para mí, uno de los aprendizajes de escribir Dejaras la tierra es querer valorar a las mujeres que aparecen en la historia y que son las verdaderas heroínas que sacan a la familia adelante, como ocurre en muchos países de América Latina, donde las familias siempre tienen que obedecer al padre, que suele ser un enigma, porque se borra, porque se va, no afronta ni asume su responsabilidad. Si existen las familias es más por esos agentes que tienen más conciencia de la supervivencia biológica, por ser madres. Esta novela también podría leerse como un homenaje a las mujeres, de esa y de ésta época.

¿Una reivindicación histórica de la mujer?

Es una reivindicación que aparece de forma posterior a la novela. Si yo me hubiese sentado a escribir una novela pensando en una historia que homenajeara a la mujer latina, me hubiese salido cualquier cosa. Está historia logra eso, asumiendo que lo logra, precisamente porque no se lo planteó. Eso ocurre en ocasiones con la literatura, termina significando cosas que sus autores no pretendían.

Cuando Vargas Llosa publica La ciudad y los perros, se va a Francia para que la novela sea traducida. En la historia hay un personaje, El Jaguar, un alumno indisciplinado, que presuntamente ha matado a uno de sus compañeros. En la novela eso no queda muy claro, hay como un margen para la ambigüedad, pero cuando el escritor llega a Francia, el editor lo recibe y le dice: “Mario, una de las cosas que más me ha gustado es como El Jaguar acepta el homicidio para poder recuperar el ascendiente sobre sus compañeros”. Vargas Llosa le dice: “No, no, no. El Jaguar no mata a su compañero”. Y el editor le contesta: “Ah, no Mario, usted no ha entendido el libro que ha escrito”. (Renato ríe) De cierto modo le dijo que no sabía nada de la novela que escribió.

A mí me pasa eso. Son los lectores los que vienen a explicarme el libro. Me parece que esta novela ha terminado significando más cosas para mí a raíz de lo que me han comentado quienes ya la han leído que a partir de las conclusiones que yo he sacado.

¿Es intencional que en un momento político como el que vivimos reivindiques el ejercicio de la memoria?

Me parece que sí hay algo de intención. Tanto en las familias como en los países, el discurso de la memoria es muy impopular; en las sociedades, como en los países, hay una retórica que suelo asociar a una ideología de derecha que desprecia el pasado. El pasado por lo general tiene mala prensa. Se suele hablar más del futuro, del porvenir, de ya no hablar más sobre episodios ingratos. Tiene más popularidad, más acogida y más rating los personajes que se encargan de escrutar el futuro, chamanes, brujas, adivinadores, especialistas en quiromancia. Los personajes que indagan en el pasado, historiadores, antropólogos, psicoanalistas, son parte de una minoría más bien impopular.

Creo que tanto para las familias como para los países, en nuestras sociedades latinoamericanas, el trabajo sobre la memoria está en pañales. Es un trabajo duro, pesado, sobre el que hay que insistir.

Esto de que no dejan de ser un lugar común no deja de ser verdadero, las cosas que no se resuelven, los fantasmas que no se conjuran y los traumas que no se verbalizan, terminan reproduciéndose en el futuro. No es creencia esotérica, eso ocurre, y en la novela buscó poner esa idea.

¿Ayuda mucho el ejercicio periodístico para investigar y escribir?

Fue fundamental. Yo no podría haber escrito esta novela si no hubiese ejercido el periodismo once años en los distintos lugares donde trabajé. Sobre todo en el diario El Comercio. He escrito prensa deportiva, prensa política, crónica urbana, y hubo una estrecha relación entre mi trabajo y cierta metodología usada para escribir la novela. Entrevistar a los propios parientes no es fácil porque tienes que ser persuasivo, hacer que se sientan cómodos frente a la grabadora, a veces tienes que depurar horas de grabación para obtener una o dos verdades.

Hubo documentos que uno, como periodista, sabe más o menos como ponderar y también sabe uno cómo jerarquizar la información, cartas, archivos, documentos del siglo pasado. Yo no hubiese tenido paciencia para la investigación si no me hubiese ejercitado en el periodismo por más de una década.

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