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El libro de la almohada

Opinión - Miscelánea

El libro de la almohada

El libro de la almohada

Adela Celorio

La noche es mágica y ardiente. Pleno, mi cuerpo responde sin remilgos. Soy toda piel, soy una ola, muchas olas, soy música y poesía y semen y feliz.

Libros caminos y días, dan al hombre sabiduría — Proverbio árabe

Consciente de lo difícil que históricamente ha sido para las mujeres escribir y publicar, me sorprende encontrar El libro de la almohada escrito a finales del primer milenio de nuestra era por una japonesa que, desde su puesto de dama de la emperatriz, describe con exquisitez los usos y costumbres de la vida palaciega y las emociones, sueños y deseos ocultos que guarda corazón. Sei Shônagon, la autora, quien obviamente debe esconder el cuaderno bajo la almohada, reflexiona: “Cosas que emocionan. (...) Encender un incienso muy bueno y acostarme sola”. A mí, por el contrario, me encantaría encender un incienso muy bueno y acostarme acompañada. Para ella, “Cosas elegantes” son los "Huevos de pato y las flores de ciruelo cubiertas de nieve”. Para mí, las personas gentiles y con buenos modales.

“La mosca debe ser incluida en mi lista de cosas odiosas pues una criatura tan desagradable no pertenece a la misma clase que los insectos comunes”, dice la autora y de inmediato se me viene a la cabeza que los diputados cachetones, panzones y vividores tampoco deben ser incluidos en la misma clase que los ciudadanos comunes. Entre las “Cosas que no pueden comprarse”, la autora menciona “El verano y el invierno, la lluvia y la llovizna”. “Tampoco el amor, la juventud o el sueño”, respondo para mí.

La autora piensa en “Las cosas que te humillan” y me viene a la memoria la humillación que me provocan las llaves del auto cuando calculo con precisión la hora en que debo salir para llegar puntual a una cita. Me arreglo con esmero y salgo contando los minutos sólo para descubrir que no encuentro las llaves. Y qué rabia cuando pienso que, escondidas en algún lugar, las malditas se están riendo de mí en tanto yo, perdida toda compostura. grito, pataleo y me desgreño buscándolas. Por supuesto llego tarde y descompuesta a mi cita.

“Cosas agradables”, el rostro de un niño dibujado en un melón, escribe la autora. “¿Agradables?”, me pregunto. Con el corazón recuerdo la maravillosa sensación de hundir mis pies desnudos en la blanquísima arena de una playa solitaria al amanecer. Dejar que el viento posea mi cuerpo, trazar en la arena corazones partidos y decorarlos con pequeños caracoles rizados, indefensos en mis manos que deciden caprichosamente su destino: ahora aquí, ahora allá; hasta que el ímpetu de una gran ola lo deshace todo y debo comenzar de nuevo. “Como la vida”, pienso. Otra cosa agradable es echarme cualquier noche en la frescura de la playa, inquietarme ante el misterio del cielo estrellado y recordar a mi amigo Guillermo Haro, que vivió para descifrarlo. -¿Has visto alguna vez el fenómeno de la luminiscencia en la arena? -pregunta el dueño de unas piernas fuertes, morenas, velludas, que se detienen junto a mi. -Esta noche el paisaje es insólito, ven y te lo muestro -dice tendiendo gentilmente la mano para levantarme. Caminamos por la playa tachonada de pequeñísimas luces. -Son organismos que brillan en la oscuridad -me explica mientras, al andar, su mano grande, fuerte, encuentra la mía. La noche se presta para las confidencias: es Ingeniero, de Wisconsin, y algo dice del proyecto de un desarrollo turístico en la zona y que sé yo qué. -Mira -me señala-, aquella es mi cabaña. -Ah... Me levanta y en brazos me lleva hacia allá. La noche es mágica y ardiente. Pleno, mi cuerpo responde sin remilgos. Soy toda piel, soy una ola, muchas olas, soy música y poesía y semen y feliz. Pero la felicidad es furtiva y buscando mis huellas en la oscuridad, regreso a mi vida. Los niños duermen, mi marido ronca, yo sonrío. Por la mañana, mientras desayunamos en familia sonrío recordando el sueño que tuve por la noche, hasta que alguien toca la puerta. Abro y “que aquí le mandan esto”, dice un joven mandadero entregándome el arete de perla que esa mañana frente al espejo noté que faltaba en mi oreja. En este texto puede, pacientísimo lector, constatar el alboroto que provoca la lectura.

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