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MORIR DE AMOR

ALEJANDRO TOVAR

El futbol es como agua de río, corre y se lleva las nostalgias, corre y deja marcado el cauce, como quien señala con lapicero mágico la memoria de la tierra y de pronto se planta frente al que ha pedido y vivido de ilusiones y resopla el viento esperanzado, el color de los marginados, el sabor del pueblo, el olor de la pobreza, en territorios donde los ángeles sí derrotan a demonios, en lugares de pasto verde, aún con la frescura del reciente aguacero, donde personajes reales desaparecen al transformarse en escritores de la nueva historia, de su historia propia, como un río nuevo, caudaloso, imponente, imparable.

La victoria suele abatir el vuelo maligno de los fantasmas, que trabajan enmascarados y en silencio, como si fuera el tiempo de salir a buscar a los muertos, cuando el futbol llega y descubre todo, como el superhéroe que libera al pueblo, que ahora mismo deja este laberinto de vida monótona y se encarama para ver primero y luego salir a buscar una puerta a la realidad, con el estilo y la materia para encontrar su camino, ese donde la maestría es obligatoria, donde se convierte en malabarismo puro, en destreza rutinaria porque el futbol suele ganarse su cuota de amor en cada lance, en cada roce, en cada toque.

Solo hasta el desfile, los Siboldi boys descubrieron lo que es el cariño que se destapa pleno, después de un reto de valientes en una semana de locura, bajo los acordes de una musiquilla excitante, con equilibrio precario, sin fecha de caducidad, porque el futbol debe ser alegría, es su obligación después de tormentos y angustias sin fin con todos queriendo volar con Jonathan, corriendo a zancada larga con Djaniny, aguantando a los mastines con Furch, recorriendo kilómetros de cancha con Bryan, rezando por Angulo y Abella, vigilando a Osvaldo y Alcoba con palabras y gestos que lo dicen todo.

Con el asado anudando los intestinos, apurado el codo para impulsar los líquidos, con ilusiones censuradas mientras Sambueza mostraba la zurda privilegiada como bisturí y Quiñones con Uribe, nos impactaban pues más que morenos parecían moros que apuntaban sus lanzas al corazón verde, hasta que se aparece Julio con derechazo maestro. En ese viaje de la pelota a la red, íbamos todos impulsándola con el aliento y ya dentro, el estadio rojo tomó la cortesía severa de velorio pero con la seguridad de volver a la desesperada obsesión de no renunciar al exceso de sus propios deseos. Pero Siboldi tenía el antídoto y lo usó.

Y después, la tormenta natural, hecha de ansia colorada, nítida y legítima pero luchando contra una pared, con Gallito que se familiarizó con su sombra y supo aparecer doquiera como si fuera mitad máquina, mitad Vázquez. Izquierdoz sabía que si el poeta es artesano que crea con palabras, él tenía que liderar su pórtico ante el alud de los centuriones de Cristante y lo hizo como Leónidas en Las Termópilas.

Todos fueron uno, hasta que el rival dejó de tener la mirada de tigre con el silbatazo final y desde entonces ya todo fue historia nueva y la apertura de una alegría popular que guardaba su pasión en la oscuridad pues el futbol una vez más, mostró que es ejemplo de vida y tiene respuestas para todo, que es medicamento que todo cura, que procrea la apertura de una ventana para la felicidad, donde todo mundo puede asomarse y sonreír como elemento esencial de vida, como sello de una jornada inolvidable, sin pensar para nada en el llanto del diablo.

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