En el tiempo que llevo de vida -mucho tiempo y mucha vida- no recuerdo una campaña presidencial tan erizada y áspera como ésta.
Era la época del PRI, y las elecciones eran muy tranquilas. Eso se debía a que no eran elecciones. Se veían entonces maravillas: nadie iba a votar, y sin embargo las urnas aparecían repletas. El día de la jornada electoral se obraba el milagro de la resurrección de la carne, pues los muertos acudían en tropel a depositar su voto. La elección no era legal, claro: era legalona. Pero en aquel entonces con eso bastaba, y aún sobraba. Ocasión se vio en que no hubo otro candidato a la Presidencia más que el oficial. Aun así el señor hizo campaña con toda seriedad, como si tuviera oposición al frente Todo se hacía en paz, conforme a una liturgia inconmovible. La Revolución quitó a don Porfirio, y luego el Partido de la Revolución se hizo don Porfirio.
A pesar de todo, en medio de este sonido y esa furia siento aquella “íntima tristeza reaccionaria” que López Velarde sintió alguna vez.
Ahora vivimos en la democracia.
Y todo indica que eso nos llevará a la antidemocracia.
¡Hasta mañana!...