Columnas la Laguna

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

PLAZA DE ALMAS

ARMANDO CAMORRA

Dicen que las cosas del amor son complicadas. Pues bien: quiero que sepas, Armando, que las del sexo son más complicadas aún. Créele a tu tío Felipe, que ha vivido con intensidad las dos pasiones: la de la carne y las espirituales. El amor tiene misterios que ni los poetas ni los psiquiatras pueden descifrar. El sexo, en cambio, es transparente; se reviste con la sancta simplicitas de lo animal. Nosotros lo oscurecemos al añadirle ingredientes humanos como la soberbia o el instinto de propiedad, sentimientos que llevan a cometer crímenes causados por los celos. De ellos están llenas las páginas rojas de los diarios. Cuando contaba yo tus años estuve a punto de morir a manos de un celoso. Tenía yo un amigo que no era tal amigo, pues me envidiaba, y donde hay envidia la amistad no existe. ¿Qué me envidiaba ese dizque amigo? El gozo de vivir. Mi vino era alegre, reidor, en tanto que el suyo era sombrío. Nunca conocerás a un hombre hasta que bebas con él una botella. Entonces sabrás verdaderamente cómo es. Y, dicho sea de paso, sabrás también cómo eres tú. En noches de bohemia yo cantaba. Mal, es cierto, pero la peor canción es la que no se canta. Él, al contrario, se sumía en un silencio hosco. Y es que iba por la vida llevando una carga muy pesada: la de él mismo. Por eso no sentí remordimientos cuando por puro azar tuve trato carnal con su mujer. Sucedió que en una cena de parejas me tocó estar junto a ella. Por accidente -te juro que fue por accidente- mi pierna rozó la suya. Ella no la retiró; antes bien la acercó más a la mía. Una convocatoria así no se puede dejar de oír, sobrino. Cualquier hombre que tenga el alma en su almario la responderá, y más si tiene el cuerpo en su cuerpario, con perdón por la expresión. Yo lo tenía, y también ella, de modo que no pasaron muchos días sin que juntáramos algo más que las piernas, con perdón por esta otra expresión. Nos veíamos en su casa con la complicidad de la muchacha de servicio, fea como ella sola, pero muy leal a su patrona. O al menos así lo creíamos. Una mañana estábamos en pleno refocile cuando llegó el marido y nos halló en la cama. Una situación así, Armando, generalmente es muy incómoda. Esa vez no lo fue. El hombre nos miró sin decir nada y se marchó. Al día siguiente me buscó y tuvimos una conversación civilizada. Me dijo que entendía a su esposa: por causa de su trabajo la descuidaba mucho; él tenía la culpa de su infidelidad. Me pidió solamente que fuéramos discretos; que nadie entre nuestras amistades se enterara de aquella relación. Quedé admirado. Lo consideré hombre de mundo; filósofo; persona ecuánime; etcétera. Me sacó de mi error algo que aconteció tiempo después. Una mañana fui a mi acostumbrado encuentro con la dama. Resultó que había salido sin tiempo para avisarme. Un problema de su hijo en el colegio, o no sé qué. "La señora no está" -me dijo la muchacha. Y añadió al ver mi gesto de contrariedad: "Pero si gusta.". Gusté, faltaba más. Era feíta, pero tenía lo suyo. En ese gusto estaba yo cuando otra vez llegó el marido. Esta vez no nos miró en silencio y luego se marchó. Hecho una furia nos llenó de maldiciones. A mí me dijo cabrón, canalla, etcétera, y a la mucama la llamó traidora, infiel, etcétera. Trajo una pistola, y la muchacha y yo habríamos salido en las páginas rojas de los diarios de no ser porque el hombre sufrió un acceso de llanto que le quitó las fuerzas para el crimen. Se declaró el hombre más infeliz del mundo, y le preguntó a ella por qué lo trataba así. A mí me volvió a decir cabrón, lo cual hizo que me retirara muy ofendido. La muchacha se quedó a consolarlo. ¿Puedes entender esto, Armando? Yo todavía no. FIN.

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