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ARTURO MACÍAS PEDROZA

RESUCITÓ MI AMOR Y MI ESPERANZA

Este domingo de pascua nos trae a la memoria aquella María Magdalena del Evangelio (Jn, 20, 1-18) que fue al sepulcro de Jesús muy de madrugada. ¿A que? Por experiencia personal, se sabe que la visita al sepulcro de una persona amada es un coloquio en el cual los recuerdos se entrecruzan y se agolpan en la mente y parece que el tiempo se suspenda en la memoria del pasado que se quisiera hacer presente, se quisiera actualizar. Y aquello que interrumpe esta especie de suspensión temporal aturde, disturba, fastidia, el silencio y la quietud son la dimensión verdadera del coloquio de recuerdos entrelazado con quien no está más, pero que constituye aún nuestro presente.

Pero en la mañana de la resurrección hay un dinamismo inusual: todos corren, se precipitan, se maravillan, parecen todos atrapados por un frenesí, un activismo que es propio de quien vive una experiencia intensa, que absorbe todas las energía humanas. Inicia, por signos y señales, en esta luz aún incierta de la mañana y del conocimiento, la energía vital de la fe. Frecuentemente, se recrimina a los cristianos una pasividad de fondo ante los acontecimientos del mundo, como si el mensaje de Jesús se redujera a una especie de consolación espiritual. Al contrario, el amor a Jesús es, como cualquier enamoramiento, una inquietud, una transformación, una insomne y activa preocupación por entrar en la maravilla de acontecimientos que abre siempre horizontes nuevos.

En el impulso de una persona hacia la otra, no existe la pasividad, existe sólo el momento de la intuición: María Magdalena intuye que Jesús no está ya en el sepulcro, está segura, más allá de la constatación: algo inaudito ha sucedido y el primer impulso es comunicarlo. La vida terrena de Jesús, terminada trágicamente sobre la cruz, tenía el sabor de la nostalgia antes de sacar la dimensión de eternidad que su resurrección marcaría en su conciencia; Magdalena es la primera testigo de la resurrección como respuesta a la necesidad de plenitud humana. La soledad, la aflicción, la angustia indecibles, consecuencia de los que se abren incondicionalmente al otro, se troca en experiencia de lo sobrenatural. El haber vivido junto al amado, la llevó a profesar que es el camino, la verdad, la vida; que Él era la plenitud del ser humano, que no se termina con la muerte; que vive una dimensión más allá del tiempo, de la historia. "Mi Señor", aquél que reviste mi humanidad de la gloria de Dios. Ella está consciente que su Amor es eterno y que está con ella y la envía a comunicarlo, con un inquieto e infatigable andar, con el corazón colmado de alegría, a aquellos que aún no saben que Él ha resucitado.

El creer y el saber que Jesucristo ha resucitado es el inicio de una nueva vida, como oferta de sí mismo a los demás en Su nombre y siguiendo Su ejemplo. Es el inicio de la transformación del mundo a través de los varios modos que el amor sugiere a cada uno de nosotros para proclamar, como María Magdalena: "He visto al Señor". No solo, por tanto, la historia de la dolorosa finitud humana, sino la esperanza de la gloria del Resucitado, la esperanza que aquello que es pasajero se hace eterno y absoluto.

La contemplación de Jesús en la cruz en esta Semana Santa, nos evocó los asesinatos actuales de otros inocentes, la ineptitud y perversidad de otros Pilatos y Herodes, la traición de otros Judas y la cobardía de otras turbas manipuladas. También vimos reflejados a los nuevos derrotados, destruidos y apabullados por la violencia y la corrupción. Pero la Pascua que hoy celebramos nos da la convicción, como a Magdalena, de que el que aparentemente había sido derrotado es ahora el Viviente, el nuevo Adán, la fuente nueva de la humanidad, hecha no para la muerte, sino para la vida en plenitud, aunque a través de la muerte, para salir vencedor en el enfrentamiento final.

Gozo inmenso de Pascua: ¡contemplar al nuevo Adán! La Magdalena lo ha encontrado en el nuevo jardín del Edén. La humanidad no está hecha para la muerte, un poder más grande la ha atrapado, no un poder anónimo, no una fuerza cósmica, sino el amor vivido hasta sus últimas consecuencias, por cada uno de nosotros y por todos, el amor que nos espera y nos acompaña hoy y cada día. El mal y la muerte no tienen la última palabra; vale la pena seguir trabajando por construir plenitud de humanidad. "Resucitó mi amor y mi esperanza".

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