Había una vez un matamoscas que tenía tan buen corazón que era incapaz de matar una mosca.
Los demás matamoscas, claro, se amoscaban. Ellos estaban siempre alerta, por si las moscas, aunque donde se hallaban no se oía ni el vuelo de una mosca.
El matamoscas de buen corazón, en cambio, no mataba una mosca.
-Se la pasa papando moscas -decían de él los otros-. Es un mosquita muerta.
-Yo no nací para matar moscas -decía el matamoscas-.
Pero la verdad es que sí había nacido para matar moscas. Esa era su razón de ser. Y se angustiaba:
-¿Qué no se puede ser matamoscas sin tener por fuerza que matar moscas?
No, no se podía. Había que matar moscas. Para eso se era matamoscas. Así que un día se decidió y mató un par de moscas. Y luego otras tres más. Y después otras. Lloraba en secreto el matamoscas cada vez que mataba una mosca. Los otros lo veían, satisfecho, y decían ya con tranquilidad:
-Es un buen matamoscas.
Y él se sentía muy malo.
¡Hasta mañana!...