Los padres de aquel niño le habían dicho que no subiera al campanario de la iglesia. Tal fue la razón por la cual el pequeño subió.
Perdió pisada -una de las muchas cosas que en su breve vida había perdido- y se precipitó al vacío. Seguramente habría muerto de no ser porque en ese momento San Virila pasaba por ahí.
El humilde fraile alzó su mano y la caída del niño se detuvo. Bajó luego con lentitud, meciéndose en el aire igual que pluma de ave u hoja de árbol hasta llegar al suelo sano y salvo.
-¡Milagro! -gritaron todos al ver aquel prodigio.
San Virila sonrió y dijo:
-Dios hace los milagros: el sol que nos alumbra; el pan que nos alimenta; la vida que cada día nos da. Ésos son verdaderos milagros. Los que yo hago son solamente trucos.
¡Hasta mañana!...