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SUBRAYADO

Señor talentos…

(Parte 1)

Innecesario destinar más recurso público en promoción. Una vez que apareciera su nombre en redes sociales, el teatro reventaría la noche de su espectáculo. Sus seguidores de generación eran a prueba de fidelidad. El público que no manejaba los mismos referentes, niños y jóvenes, fueron informados de la estatura artística de aquel "Señor talentos".

Qué público optaría por prescindir, con conocimiento de causa, de admirarlo en vivo. Su presencia significaba la certeza del histrionismo con clase. Faltaba poco, unos días apenas. Yo iría a recibirlo...

Desde que las puertas eléctricas del aeropuerto abrieron paso a sus pasos y hasta la mañana en que por ellas salió de regreso a la capital, su presencia fue abarcadora. Hombre alto, sí, pero de estatura aún mayor en eso que llamamos "modo de ser". El protagonista de la historia era Carlos Bracho. Apareció con el talante de quinceañero, aderezado a la vez con ese cosmopolitismo que las décadas otorgan a los andantes intercontinentales; a los amantes de las artes, oficios, saberes y sabores exquisitos; a los defensores contundentes de la dignidad humana.

Luego de los menesteres del arribo al hotel, Carlos y yo cruzábamos con espontánea familiaridad las opciones para comer, como si fuéramos dos conocidos. Claro está, él sí lo era para mí, aunque en esos primeros momentos de nuestro coincidir, me afanaba por no caer en imprudente trato. Ése que podía representar con mi personaje bicéfalo (el de la azorada admiradora y, a la vez, formal directora de la instancia cultural sede) ante el recién llegado (el actor que no suele tener idea de quién, ni cómo o qué tendrá por campear para navegar a sus anfitriones). Sin embargo, lo políticamente correcto no fue motivo de inquietud en ambos flancos.

Las tablas conversacionales de Carlos eran vívidas. Sin llegar a perder la pose, como canta el ocurrente Paz, los brindis fueron a la salud de ricas experiencias vitales. Su formación y candidatura políticas, sus producciones visuales, su respirar a través de los libros, sus hazañas en cartografías europeas y latinoamericanas. Y el reír. Eso en ningún momento faltó. Risas narradas. Risas acompasadas. Risas ocurrentes con puntos suspensivos. Unos tras otros…

Aquella presentación por la que conocí a Carlos Bracho, vaticinada en un marco de éxito, así lo fue. Calcada a pulso. Mi dibujo mental de su intervención en el programa "¿Quieres que te lo lea otra vez?", auspiciado por el Instituto Nacional de Bellas Artes y el municipio donde yo trabajaba, fue la purititita verdad. Le sobraron aplausos, abrazos, regalos, anécdotas, besos, peticiones para fotos y autógrafos…

De mi encuentro con el primer actor en Gómez Palacio, Durango, a la tarde en que esto escribo, pasaron años. Jamás llevé cuentas. Un contacto especial permaneció entre los dos gracias al correo electrónico. No cruzábamos largos argumentos en nuestros escritos, pero sí recurríamos a tintas cargadas de aprecio, de buen humor. Durante el tiempo sin vernos, recibí convocatorias de su parte para asistir a presentaciones de sus libros que, para mi blanca envidia, él publicaba a plenitud. Los mensajes virtuales con el remitente "Carlos Bracho" me sorprendían. Siempre fue Carlos el disciplinado, el puntual, el entusiasta y el pulcro escribano. De su ejemplo de bonomía yo tomaba el molde para intentar responder desde mi enmarañada realidad. Me sentía, caray, ¡su amiga!, pero siempre con la cautela de no ceder a ciegas impertinencias con mis letras.

Casi concluye 2017 y no puede irse sin prolongar el festejo del cumpleaños ochenta de Carlos Bracho. La invitación a su homenaje en la Sala Manuel M. Ponce de Bellas Artes se me aparecía de frente, de colores bárbaros, electrizantes. Como si sus amarillos subrayaran el innegociable "ahora sí". Como si sus azules fueran distancias por abreviar. Como si su fotografía sentenciara el "no te me rajes". Más de cinco puñados de vueltas le di a la posibilidad de ahora sí sólo saludar a Carlos, al artista, en plan de "fan", sin darle lata alguna. "Pero mi casa", "pero mis hijas", "pero mis libros", "pero mis finanzas": pero los "peros" de siempre cumplían con su oficiosa labor de infundirme miedos.

Para que por mí no quedara, como dicen, visité las oficinas de una aerolínea. Quizá lo que yo quería era escuchar la cifra elevada del boleto redondo a la Ciudad de México y echarle la culpa al precio para declinar. Faltaban dos días para el homenaje y, lo más probable, era la saturación de los lugares. Pues, en efecto, tanto el precio alto como la falta de asientos fueron confirmados. Sin embargo, la señorita de la agencia, Talía, encontró dos espacios: uno para salir al día siguiente; otro, para el mismo día de la cita en Bellas Artes. "Yo voy a reservar. Si no compras el boleto a tiempo, queda cancelado y ya…".

Vi el reloj. Era la hora del primer desdeñado vuelo. Imaginé al avión rumbo al centro del país. Visualicé la imponente entrada de Bellas Artes y su cercanía con Garibaldi, con el Zócalo, con la Torre Latinoamericana, con el Teatro Metropólitan, con las librerías y mis caminatas en divina soledad por el Centro Histórico. La invitación al homenaje a Carlos me tintineaba como si fuera espectacular en plena avenida Reforma. "Y ya qué, ya pasó", me contesté en silencio.

Estaba por entrar al cine con una de mis hijas y caminábamos para hacer un poco de tiempo. Me sentía triste. Arrepentida. Las experiencias pasadas en Gómez Palacio, los correos, los libros, las risas, los aprendizajes y el entrañable artista amigo me hicieron crisis al instante. Con el ánimo perdido, de repente recordé que no había sido una, sino dos las reservaciones de vuelo. La primera recién se me había pasado. "¿Y si alcanzo la siguiente?…".

  Por: Renata Chapa

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