Columnas la Laguna

ALMAS VIAJERAS

HIGINIO ESPARZA RAMÍREZ

La mañana era fría con un cielo cerrado por las nubes de invierno. Al maquinista le urgía emprender el viaje para llegar puntual a su destino y cumplir con celo las normas de horario vigentes en el sistema de transporte de pasajeros ferroviarios. Se sentó ante el tablero de mando de la máquina a su cargo esperando con impaciencia la autorización del jefe de operaciones sin perder de vista a los garroteros de vía encargados de ejecutar manualmente la orden.

Una lluvia helada amenazaba con transformarse en el primer hielo "negro" de la temporada, la más intensa en los últimos siete años. Con guantes de piel de borrego metió suficiente carbón a la caldera tubular que despedía llamaradas nubes de vapor que envolvieron locomotora, vagones y rieles.

En la estación local de salida se extendía hacia el horizonte un abanico de vías y ramales que daban forma a un paisaje de contrastes entre blanco, negro y gris y se desvanecían en su punto más distante entre las nubes que casi tocan la tierra.

En un escenario gélido, destacaban los tinacos elevados con un vertedores de agua parecidos a un brazo mecánico que llenaba los depósitos de agua de las máquinas de vapor; casetas para guardar herramientas, señales de advertencia en los cruceros "Alto, vea y escuche antes de cruzar las vías" y las lamparillas móviles con los colores verde, amarillo y rojo.

El tren expreso parecía de juguete y esperaba con ronroneos de impaciencia el momento de arrancar. Una capa de barniz verdoso que lo cubría, se diluyó con el calentamiento del sistema motriz y la escarcha invernal le daba a las sólidas defensas de fierro parecidas a los bigotes de Stalin, el dictador ruso, una apariencia de pino navideño con sus ramas desparramadas hacia los lados.

El maquinista con su cachucha a rayas azules y blancas, un pañuelo rojo al cuello y un pantalón de pechera con estopa en los bolsillos, mantenía fija la mirada en los garroteros de tierra atento a los cambios manuales de vía. Excepcionalmente esa mañana las banderolas de prevención y advertencia no giraron en su poste de señales y el verde se mantuvo invariable, indicando que había paso libre.

El trenecito expreso lo formaban una locomotora de vapor negro azabache con franjas transversales naranjas, rojas y blancas, una chimenea por la cual escapaban los humos de la combustión interna y dos carros de pasajeros que parecían regalos navideños, asientos de madera, una estrecha puerta y cuatro grandes ventanas por lado que atrapaban el gris horizonte. Las ruedas motrices esperaban igualmente con ansiedad el momento de la partida, dispuestas a cruzar valles y montañas, pueblos y ciudades.

Nada afectaba la corrida solitaria en sus dos ediciones diarias, ni las lluvias congelantes ni la cerrazón celeste y mucho menos lo resbaladizo de los rieles. La negra noche anunciaba la primera nevada de diciembre pero los vapores y el calor irradiado por el fogón de impulso le proporcionaban inmunidad a los dos tripulantes

Las irrupciones del tren en poblados rurales y ciudades las festejaban a pesar del inclemente frío los lugareños saludando a un ensimismado maquinista quien no quitaba la vista del frente por si se le atravesaba un automovilista imprudente que expone su vida y la de sus acompañantes al intentar ganarle el paso a la mole de acero o de aquellos choferes cansados que no se dan cuenta a tiempo de la cercanía del ferrocarril.

Los silbatos de boca de los peones de vía anunciaron el despegue. El convoy salió a vuelta de rueda y luego agarró vuelo. La corneta accionada por vapor anunció el inicio con estridencia, asustando a las auras de merodeo frecuente en su búsqueda de carroña. Las atraía un olor peculiar del transporte.

Las primeras casas vibraban al paso del ferrocarril; los dos carros de pasajeros se hallaban vacíos con las ventanas bien abiertas. El maquinista no se preocupó, pues sabía con certeza que la demanda aumentaba los fines de semana y los días de fiesta. Y pronto llegó la respuesta: sobre el terraplén cuatro jóvenes y dos niños hacías señas para abordarlo. Treparon al primer vagón y se tiraron pesadamente en los asientos de madera. Pálidos, sangraban de la terrosa cabeza, de los brazos y piernas y el conductor, que los veía a través de la ventana trasera de la máquina se alegró. -Ya tengo carga, dijo complacido.

Kilómetros más adelante se detuvo de nuevo adelante de un crucero urbano; un tercer pasajero ocupó el siguiente vagón. Se hallaba vendado de pies a cabeza y la pierna derecha rígida, sin movimiento. Tampoco habló ni se quejó de sus dolencias. El maquinista verificó que ya ocupaba el asiento y reanudó complacido el viaje, con los silbatos pite y pite en busca de más pasajeros. Sin embargo, pasó de largo ante un individuo exageradamente gordo y se le quedó viendo por el espejo retrovisor. -Odio a los obesos, desbalancean mi tren, se justificó.

En el resto del trayecto ya no hubo demanda, pero eso no le inquietó, pues los servicios tenían altas y bajas y sonrió satisfecho con su trabajo. -Siempre habrá pasajeros, los que esperan su turno y los que se hallan en situaciones de emergencia, repitió en su cabeza.

Kilómetros más adelante se abrió un nuevo paisaje, con cerros boscosos y vías que serpenteaban alrededor de las faldas montañosas. La caldera exigió más carbón pues el tren comenzó a subir con esfuerzo una sinuosa cuesta entre arbustos, magueyes, mezquites y cactus con caprichosas figuras parecidas a un robot con los brazos mecanizados y cabezas giratorias sin bocas ni ojos. La vía central se bifurcó en ese punto; el convoy se deslizó por el ramal derecho. Chirriaron las ruedas y se afianzaron más al riel para no perder impulso. Las nubes se volvieron nubarrones negros en un cielo opaco y triste. El conductor lanzó llamas por los ojos.

El expreso salvó puentes, pasos montañosos y largos túneles donde no se observaba ninguna luz de salida. Por uno de ellos desapareció sin hacer ruido, dejando atrás, entre la escabrosidad rocosa, estelas de humo y de vapores.

En el lado opuesto de la montaña, el tren entró en el último tramo de la ruta con un estallido que abrió las nubes, sacudió a los animales del bosque que se disponían a dormir, dispersó a las bandadas de pájaros y los grillos enmudecieron.

A las ocho en punto el tren llegó sin contratiempos a la segunda terminal que representaba la primera parte del trayecto. Bajaron los pasajeros, pálidos y con torpe caminar, un caminar parecido a los de los zombis; un guía los llevó a la ventanilla de registro donde ya existían sus antecedentes y se sabían las causas de sus decesos.

El maquinista aseguró el sistema de frenos, apagó botones de mando, la caldera aminoró sus burbujeos flamígeros y bajó de un brinco. Sólo dejó encendido el farol principal que rompía la densa noche. El hombre se protegió del frío con una túnica deslavada, subió la capucha y se sentó en una banca en las afueras de la estación de vuelta.

De la nada apareció un periódico en sus manos y sus ojos semi ocultos buscaron la sección de la nota roja y el obituario. Los recién llegados aprobaron los exámenes de admisión y mostraron certificados de buenos cristianos. Los que no creían en ninguna religión con sólo arrepentirse alcanzaron el mismo derecho, pues en el cielo no hay discriminación por cuestiones religiosas o de raza y color; todos los pecados son perdonados, aseguraron los voceros de San Pedro y en voz baja comentaron: -el infierno no nos va a ganar más gente. Aquí somos liberales y democráticos.

El encapuchado hizo a un lado el periódico dispuesto a emprender el regreso pero lo detuvo un aviso: había un retraso en la salida ante la necesidad de lubricar las chumaceras congeladas por las bajas temperaturas.

Ocupó la misma banca, dio un respiro, tronó los dedos y un libro sobre mitología griega tomó forma en sus manos. Lo abrió en el capítulo dedicado a Caronte el barquero del reino de Hades -la morada de los muertos- encargado de transportar las sombras errantes de los difuntos recientes de un lado al otro del río Aqueronte, el río de la pena y la congoja.

Caronte -se enteró el conductor con extrañeza- aborrecía a los obesos y no los subía a su lancha bamboleante y ruda. Era un anciano delgado, con barbas y pelo cano ensortijado, taciturno y malhumorado que despedía llamas por los ojos. No les dirigía la palabra a ninguno de los ocasionales pasajeros, escupía y golpeaba con una vara a los espíritus que no remaban rápido o por protestar.

Fue un personaje de la Grecia antigua hacia el año 500 antes de Cristo y servía -siguió leyendo con rapidez antes de que se le fuera el tren- únicamente a los grupos populares. Admitía a los que pagaban pasaje y a los insolventes abandonados por su familia y amigos, los condenaba a vagar cien años en las riberas del Aqueronte. Pasado ese tiempo se ablandaba su carácter de barquero infernal y los llevaba gratis al reino del inframundo gobernado por el dios Hades. .

-Le pagaban, le pagaban por viaje… reflexionó el maquinista. -¡Atiza! profirió. Se dio un golpe a mano abierta en la frente, saltó de la banca y por telepatía -la magia era otra de sus virtudes- puso al convoy en sentido contrario y tan pronto los peones celestiales terminaron de engrasar las chumaceras trepó a la cabina y emprendió la marcha de regreso.

-¡Chin! no sabía que se cobraba por estos traslados y enseguida se reprochó. -Por ignorante y no ler más seguido, regalé mi trabajo, pero eso no volverá a suceder. Con las posadas de culto etílico más que espiritual y fiestas de fin de año del mismo modo alcoholizadas, me desquitaré, para todos habrá cobro, sin excepciones y si no pagan se quedarán en tierra durante cien años. ¡Gracias Caronte! Gracias a ti esta noche buena me deleitaré con una pierna de cuerpo mechado que prepara mi esposa. Pavo no, porque se pone duro. Hasta allá llegaban sus pensamientos optimistas..

Volvió a despedir llamaradas por los ojos y humo por la boca y aceleró el regreso… la recalentada caldera tubular lo secundó...

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Escrito en: Higinio Esparza Ramírez

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