Un trompo a la uña
En una verdadera democracia de un sistema republicano, teóricamente poco o nada puede hacer el presidente, sin la anuencia del Congreso; ni siquiera viajar al extranjero. Esta situación lo convierte en un hombre con hilos, destinado a obrar de acuerdo a la Carta magna y a sus atribuciones especiales, atribuidas (valga la redundancia) por el Congreso de la Unión: la Cámara de Diputados y la de Senadores.
En este esquema de dos órdenes de poder, (falta mencionar al Poder Judicial), el primero de éstos corresponde Ejecutivo, cuyo titular es el presidente, quien apoya su labor en los titulares de las Secretarías de Estado, quienes también, eventualmente son llamados a cuenta, por el Congreso.
La ironía en este binomio de poder es que el Ejecutivo (primer poder) está supeditado a las resoluciones que dicte el segundo (el Poder Legislativo); lo cual no deja de ser sano, en cuanto que acota el poder presidencial, evitando así el presidencialismo, con el riesgo de caer en una dictadura. De ahí la importancia de mantener el equilibrio entre los poderes.
Teóricamente el sistema republicano es fácil, pero nada es lo que parece, pues en realidad, para que haya verdadero equilibrio, el Congreso debería estar conformado por miembros de distintos partidos, pues cuando hay mayoría de uno de ellos, se rompe el equilibrio; es decir, si la mayoría pertenece al partido en el que milita el presidente, las iniciativas y resoluciones emanadas responderán a los intereses de ese partido en particular; mientras que si la mayoría es de la oposición, el presidente demorará el decreto oficial de las resoluciones (nuevas leyes, adiciones o modificaciones a las ya existentes en la Constitución).
Cualquiera que sea el caso, cabildear es el trabajo de los legisladores; esto es, según la rae, “Hacer gestiones con actividad y maña para ganar voluntades…”. (Recuerde a los panistas “rebeldes” que vendieron su voto para tener un fiscal carnal).
El esquema de los tres poderes, se replica en los Estados, donde el titular es el gobernador; y también en las alcaldías, donde el poder del alcalde también es acotado (debería, pero no siempre se hace), por el cuerpo de regidores.
A Miguel Riquelme le acaban de ratificar su nombramiento como gobernador de Coahuila, y curiosamente no se han visto páginas y páginas de notas pagadas felicitando al nuevo gobernador; al menos no en la Región Lagunera. ¿Será porque ya lo habían hecho inmediatamente después del 4 de julio, o será que efectivamente no es del agrado de muchos empresarios y organizaciones civiles el hecho que haya ganado como lo hizo?
Por lo pronto, Riquelme tiene ya un trompo que debe echarse a la uña, y tendrá que hacerlo con política más que con carácter, aunque en su campaña prometió menos de lo primero y más de lo segundo: “Menos política y más carácter”. Ese trompo del que hablo es nada menos que el Congreso local, en el que el PRI no tiene mayoría; por lo que al nuevo gobernador no le será tan fácil hacer y deshacer como lo hizo su predecesor y padrino de unción, Rubén Moreira, quien deja a Coahuila muy dolido y decepcionado por tantas transas (empresas fantasmas) y mentiras (el portal de la Ley General de Transparencia y Acceso a la Información Pública no se actualizó); y por otra parte, aumentó la deuda del estado y nada hizo para aclarar la que dejó su hermano; pero lo más lamentable es que metiera las manos en las elecciones para que ganara su delfín Riquelme. En ese contexto tendrá que gobernar el “elegido”.
La ciudadanía torreonense ha hecho de tripas corazón y ha aceptado a regañadientes la temida resolución del Trife; y ahora sólo queda la esperanza que gobierne para todos; que deje a un lado la soberbia y su orgullo herido porque Torreón no votó por él; que olvide rencores y empiece su mandato con el pie derecho, y sobre todo, que no se deje manipular más por los Moreira. ¿Es esto último, un imposible? Tal vez, pero la esperanza muere al último, y Torreón todavía está vivito y coleando, a pesar del desastre que dejó.
Héctor García Pérez
Comarca Lagunera
