Siglo Nuevo

El blues de la República Penitenciaria

La devoción pesimista de un novelista

Foto: Hernán Piñera

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IVÁN HERNÁNDEZ

Los dos pequeños están enfermos de sarna, aunque no puede ser sarna, en los territorios bajo el dominio del Partido no hay tal enfermedad, no hay cosas malas, salvo que algún insidioso se enferme de sarna a propósito buscando desprestigiar al gobierno.

Virgil Gheorghiu es uno de esos autores que la humanidad debería conocer. ¿La razón? Su obra rebosa espíritu humano. Si León Felipe dijo sobre Hojas de hierba de Walt Whitman que quien toca ese libro toca a un hombre, podríamos afirmar, con escaso margen de error, que quien abre las tapas de La condotierra (1969) entra en contacto con una multitud, goza y sufre como colectivo.

Los protagonistas formales son los Acathista. Theophoro, un niño devenido en monje, representa la entrega al cielo; Nicolás, infante educado en el ejercicio de los oficios mundanos, pertenece a la tierra.

Son como los primeros hermanos sin la escena de las ofrendas y sin el incidente con la quijada de burro. No se aman, tampoco se odian, sin embargo, algún afecto hay entre ellos. Aceptan lo que les ha tocado en suerte y no renuncian a tener esperanza. Fueron separados cuando eran muy pequeños. No tuvieron la oportunidad de ser familia. El crimen llega, sí, pero no porque haya mala conciencia en ellos.

El otro protagonista de la novela, uno menos formal, es el pueblo al que pertenecen los personajes consanguíneos: los No-sentados, los Siempre-de-pie, aquellos que no conocen sino el trabajo, un personaje colectivo que ni siquiera ha tenido tiempo para aprender a mentir, mucho tiempo atrás decidió dedicar todas sus energías a la tarea de sobrevivir a duras penas.

El relato comienza con el molinero Nicolás muerto en la calle el día de la fiesta nacional. Un cuchillo se ha alojado en su espalda. El cadáver, fresco, es encontrado por un niño y una niña que no acudieron a vitorear a los invasores. Los dos pequeños están enfermos de sarna, aunque no puede ser sarna, en los territorios bajo el dominio del Partido no hay tal enfermedad, no hay cosas malas, salvo que algún insidioso se enferme de sarna a propósito buscando desprestigiar al gobierno.

CRIMEN

¿Es una novela de corte policial? No, mas el texto sí gira en torno al cuerpo del molinero. A partir de ahí se abre el cuadro y aparecen las autoridades y los colaboracionistas, dueños de la ciudadanía y de la nación; ellos deciden si alguien vive o muere, si alguien es culpable o inocente.

Una deducción inicial es que ninguno de los niños sarnosos (aunque no puede ser esa enfermedad), tiene ni la estatura ni la fuerza para asestar tal puñalada. ¿Quién pudo haber matado a Nicolás? En eso llega el hermano monje, Theophoro Acathista. ¿Por qué está ahí? ¿Por qué no está con el resto de la gente celebrando un aniversario más de la ocupación. Theophoro explica que desfiló con los tísicos y como su contingente fue de los primeros en completar el recorrido pudo volver antes. Su declaración pues, no le ofrece coartada y lo encarcelan.

Unas horas después, el hieromonje se enfrenta a una sólida reconstrucción de los hechos armada con envidiable celeridad. Que un hombre de Dios, de ese Dios proscrito, haya cometido el asesinato aumenta la atrocidad del acto y confirma que el régimen hizo bien al prohibir la religión. Además, el criminal no sólo hundió la navaja sino que tuvo por cómplice a su cuñada.

Sabina había amenazado de muerte a Nicolás; la mujer era incapaz de apreciar el noble gesto de su cónyuge, quien había decidido, sin presión de ningún tipo, donar su molino al Partido. Vale decir que las autoridades le habían explicado a conciencia que esa era la mejor forma de dar gracias por todos los beneficios recibidos: la derrota de las fuerzas nacionales, la ocupación, la prisión y los trabajos forzados, la liberación que, en el caso de Nicolás, le permitía operar ese molino y entregar los productos de su trabajo al Partido. No cederlo equivalía a ser malagradecido. Su esposa pensaba de modo distinto. Lo mataría, si firmaba, con ese cuchillo, ese que descansaba sobre la mesa, ese que acabó convertido en el arma homicida.

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Foto: Our Warwickshire

EXPERIENCIA

Constant Virgil Gheorghiu, periodista y poeta, trabajó en el Ministerio de Asuntos Exteriores de Rumania. Su carrera como diplomático fue truncada por la Segunda Guerra Mundial. Acabó prisionero de los soviéticos en varios campos de concentración. Su título más conocido es La hora 25 y enseguida viene La segunda oportunidad.

Se le considera un autor deprimente aunque la etiqueta resulta insuficiente. En La condottiera pone al lector en contacto con las heridas que un Estado inflige a su vecino, de masa a masa, de individuo a individuo.

Tan devoto como realista, tan pesimista como creyente, así se nos presenta el escritor rumano en estas páginas que tienen en la devoción mariana uno de sus rasgos distintivos. La Madre de Cristo es la capitana, la condottiera, ella es la que dirige a los No-sentados, ella es la que conduce a puerto seguro a los exiliados, en ella se depositan las esperanzas, y es ella la que responde a las plegarias.

La síntesis de carne y espíritu es la esencia de un personaje entrañable: el poeta Ovid Panteleimon que, como su creador, ocupó una cartera en el gobierno de la derrota. Ovid le cobra afecto a los dos hermanos, uno simboliza el cielo y el otro la tierra; el poeta enseña a Nicolás a tener fe en la condottiera. Desea que el Acathista terrenal consiga un molino y produzca la harina para el pan de las mesas y de la comunión.

En la resolución no intervienen fuerzas sobrenaturales, pero sí intervienen factores externos.

CONTRASTES

En ésta obra, Gheorghiu también advierte contra los riesgos de caer en el modelo norteamericano, uno que produce individuos en serie ajustados a ciertos estándares: eficiencia y eficacia, promotores de la libre empresa, mentalizados para negociar desde la certeza de que todo está a la venta.

Aparecen en el papel de salvadores, sí, quizá por eso pesa más que se muestren como individuos seducidos por los aspectos prácticos de las cosas, poco afectos a dejar pasar una oportunidad comercial, siempre pensando en los beneficios, en destacar los aspectos físicos de la batalla espiritual.

El contraste con la visión oriental es todavía más crudo debido a los ejemplos que utiliza Constant Virgil. En China, relata, los pájaros fueron perseguidos, exterminados, exiliados; los muy atrevidos comer grano de los campos, propiedad del gobierno. Sin aves, los cultivos acabaron en boca de los gusanos. China tuvo que dar marcha atrás y recibir de nuevo a los pájaros. Les puso una condición: podían comerse a la plaga, jamás el grano.

Gheorghiu firmó un relato descarnado; el absurdo es tejido de forma llana, simple como el metal forjado y afilado que rasga la piel sin esfuerzo; expuso las cuitas de una época en la que “se ordenó a los pueblos ocupados por los moscales que se convirtieran en pueblos libres en el recinto de su República Penitenciaria respectiva”.

Theophoro y su cuñada no son buenos culpables. El primero no vive, no pertenece a este mundo de hombres ni espera nada de él; la mujer, si bien tiene miedo de morir, no olvida que los primeros años de la ocupación significaron encierro, vejaciones, violaciones. Además, le duele el remordimiento. Se sabe la causa del homicidio. Confiesa que amenazó al Acathista terrenal, lo hizo porque en su corazón no había agradecimiento hacia las autoridades y sus colaboradores. No iba a ceder el molino, ese que heredó de su padre y que entregó a su marido.

¿Quién mató a Nicolás? La respuesta queda clara luego de un estremecedor recorrido por un sendero con la cantidad precisa de llaneza. El novelista rumano mima al entendimiento; la comprensión se eleva a otras alturas aunque sin despegar los pies del suelo. Dirigido por los pensamientos de este autor, uno se siente habitante de un régimen penitenciario.

Albrecth Adam, Peasants Resting in the Field.Foto: Colección Privada/Dorotheum
Albrecth Adam, Peasants Resting in the Field.Foto: Colección Privada/Dorotheum
Constantin Virgil Gheorghiu. Foto: Dominique Fuebey
Constantin Virgil Gheorghiu. Foto: Dominique Fuebey

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