Columnas Social

CONTRALUZ

MARÍA DEL CARMEN MAQUEO GARZA

DESTINO Y RUTA

Hoy en día se impulsa la educación por competencias medida en resultados. Los grandes recursos tecnológicos facilitan estos logros, tenemos en la punta de los dedos todo tipo de información que hasta hace algunos lustros hubiera requerido tiempo de consulta en tratados impresos. Las nuevas generaciones nacen con el chip integrado, de modo que difícilmente alcanzarían a imaginar cómo eran las cosas en los tiempos cuando no existía la televisión a colores, la computadora personal o la telefonía celular. Todo ello condiciona cambios de comportamiento que no siempre apuestan a la armonía social.

Hace algunos días circulaba por una de las principales avenidas de la ciudad, mi intención era aparcarme en un estacionamiento al frente de unos locales comerciales. Al momento de intentarlo se atravesó frente a mí un vehículo cuyo joven conductor pretendía salir del estacionamiento en reversa; al accionar mi claxon debió frenar bruscamente, para luego girar sobre sí mismo e intentar ahora salir de frente, justo en el momento cuando yo intentaba entrar al estacionamiento. Dado que arrancó con el acelerador a fondo, quedamos a milímetros de que impactara mi unidad. Cuando finalmente pude estacionarme, él arrancó con una quemada de llanta que debe haberse escuchado a dos cuadras a la redonda.

Aquello me preocupó, ya me veía toda la tarde en engorrosos trámites viales aquí y allá, sin vehículo mientras reparaban la carrocería, y sin poder atender los compromisos que ya había contraído. Pero lo que más me impresionó fue lo que capturó aquella instantánea acerca de nuestra juventud, inquietud personal que quisiera compartir en este espacio.

Sería inadecuado afirmar que los tiempos pasados fueron mejores. Cada época ha poseído sus propios encantos, y quienes hemos tenido la fortuna de transitar entre dos siglos, dos milenios y diversos avances tecnológicos, debemos reconocerlo. Sin embargo, es evidente que existe una gran diferencia en el estilo de vida de una y otra época, mientras que la actual se orienta a objetivos específicos medidos en tiempo y forma, las épocas anteriores ponían en primer término al ser humano y después todo lo demás.

Un ejemplo familiar de lo anterior, que me resulta muy útil para medir esta diferencia es el siguiente. A los 7 años de edad me llevaron mis papás a conocer Disneylandia. Hicimos el recorrido por tierra desde la ciudad de Torreón hasta las inmediaciones de Los Ángeles, California, en el vehículo familiar, un Renault Coupe blanco que de niña siempre me pareció semejante a un huevo cocido. En dos jornadas llegamos a aquella parte del estado de California, lo que para mí significaba cumplir el gran sueño de mi infancia. El vehículo era compacto, sin ninguno de los aditamentos que hoy en día facilitan viajar distancias como esa, lo que sí recuerdo es la infinidad de momentos mágicos que pude acumular a lo largo de la travesía hasta llegar a Disneylandia. Mis papás y yo gozamos de igual manera el camino como la meta final.

A diferencia de aquellos tiempos, hoy acostumbramos fijar la atención en el destino al cual buscamos llegar en el menor tiempo y con la mayor comodidad posible. Descartamos cualquier goce que el derrotero pueda ofrecernos, con la mirada puesta en llegar al destino.

Sucede con los viajes turísticos y sucede en nuestra vida diaria, pareciera que vamos contra reloj, como si en avanzar veloces empeñáramos la vida. Nos irrita cualquier contratiempo del camino, y terminamos enojados con todo y con todos. Esto es, nos perdemos de disfrutar una gran parte de lo que el trayecto nos ofrece, dispuestos a gozar sólo a partir de que lleguemos a nuestra meta.

No estoy tan segura de que los adultos estemos haciendo bien en la forma de educar a nuestros niños y jóvenes, dejando de lado los aspectos humanistas que tienen que ver con el disfrute de otros elementos, aparte del éxito final. Gozar cada tramo, disfrutar la compañía que llevamos, y atesorar bellas memorias que -en mi caso particular-- a más de cincuenta años de distancia siguen recordándose con particular gozo.

Los sitios públicos son los grandes escaparates en los que puede aprenderse mucho sobre la vida. La costumbre de no respetar los cajones para discapacitados significa poner mi comodidad por encima de las necesidades del otro; el no atender el rojo del semáforo, revela que me siento por encima del elemental orden colectivo. Y mostrarse contrariado cuando algo no funciona conforme a los propios deseos, refleja baja tolerancia a la frustración. Habría que revisar si el manual para la vida que damos a nuestros niños y jóvenes les está permitiendo hacer de la felicidad la actitud cotidiana con la cual puedan gozar a profundidad cada tramo del camino.

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