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EL SÍNDROME DE ESQUILO

DEL MIEDO A LA ESPERANZA

EL SÍNDROME DE ESQUILO

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VICENTE ALFONSO

Para quienes nacimos en una zona no-sísmica, es difícil comprender las consecuencias que un temblor puede causar en la vida de las personas. Iliana, mi esposa, me ha contado muchas veces que en 1985, el colegio donde estudiaba se cayó con el sismo. Estuvo más de un mes sin ir a la escuela, y muchas semanas más tomando clases extra muros. Acaso por eso, y porque llevo trece años viviendo en la capital del país, me he sensibilizado sobre el tema. He aprendido a temer a los terremotos.

La semana pasada estuve en Jojutla, Morelos. Como han reportado muchos medios de comunicación, se trata del municipio más dañado por el sismo del martes, que causó pérdida de vidas humanas en la Ciudad de México, Puebla y Guerrero. En Jojutla se materializaron los peores temores que cualquiera puede tener respecto de un sismo: vi decenas de casas derrumbadas además de negocios, iglesias, farmacias, escuelas y museos. Vi familias de luto. Vi también que muchas de las familias cuyas casas quedaron en pie, prefirieron pasar la noche en la calle o en refugios instalados en espacios públicos, por temor a que una réplica del sismo terminara por derribar la construcción.

Por la fecha, resultaba inevitable recordar el temblor del 19 de septiembre de 1985, pues este nuevo desastre ocurre justo 32 años después de aquel que cambió la percepción que los mexicanos tenemos de nosotros mismos. El de 1985 ha sido el más significativo y mortífero de la historia escrita de nuestro país.

A las once de la mañana de ese día, en la Ciudad de México, se realizó un macrosimulacro. En ese momento yo estaba en la zona de río Mixcoac, y me pareció que muy pocos atendían a la actividad. Sólo empleados de dependencias públicas abandonaban los edificios de oficinas. Mi impresión es que en la capital se respiraba un aire de confianza tras el sismo ocurrido apenas 12 días antes (el siete de septiembre), pues el entonces llamado "terremoto del siglo" no había causado estragos en la capital. No faltaron los gobernantes que entonces se deshicieron en autoelogios, diciendo que por fin nuestro país, y en concreto la capital, habían asimilado la cultura de la prevención.

Pero todo eso cambió el martes, a la 1.14 de la tarde. El nuevo sismo exhibió, otra vez, las aristas más oscuras del país. Por todas partes escuchamos historias de negligencia gubernamental. Por suerte, la sacudida nos hizo ver también algunas de nuestras facetas más luminosas. En los primeros momentos de emergencia, la sociedad civil fue quien sacó la cara para iniciar los trabajos de rescate.

A Jojutla llegué por una carretera en mal estado por la que avanzaban, a vuelta de rueda, toda clase de vehículos: ambulancias del ejército, taxis, camiones. Dado que a ambos lados del camino hay plantíos de forraje con matas muy altas, me resultaba difícil adivinar qué tan lejos quedaba la ciudad. Por el mismo camino avanzaban, en moto y hasta a pie, jóvenes cargados de palas, picos, marros. Señoras con bolsas de mandado, muchachos y muchachas sin otra cosa que las ganas de ayudar. Apenas entramos a la ciudad vi una funeraria cuya sala de velación es una cochera acondicionada que lucía llena. Con miradas cansadas, los deudos observaban la interminable fila de quienes llegábamos a tratar de hacer algo para paliar los efectos de la catástrofe.

De regreso, en sentido contrario, vi pasar voluntarios cansados, con cubrebocas, quemados por el sol. Llevaban cubrebocas y sin embargo podía adivinar su gesto: iban serios, cimbrados por el escenario al que se habían enfrentado. Aún hoy se respira en el lugar una atmósfera de dolida esperanza. En Jojutla había tanta gente que los teléfonos pierden la señal, se bloquean, acaso porque todo el mundo quiere usarlos.

En la ciudad se establecieron albergues, pero la gente prefiere dormir a la intemperie, afuera de su casa, cuidando sus cosas. En la avenida 18 de marzo, muy cerca del punto conocido como Cabeza de Juárez, conocí a Alejandro Hernández Landa, un joven de 22 años que vio desplomarse el techo de su casa. Alejandro trataba de rescatar, de entre los escombros, las pertenencias que aún pudieran servir. Poco le importaba que en el sitio se hablara de una fuga de gas. Trabajaba a prisa, sin pausas, y me puse a ayudar. Estuvimos unos cuarenta minutos removiendo escombros cuando llegaron a sacarnos de la construcción en ruinas. Comprendí entonces por qué su urgencia. No se traba sólo de la adrenalina del momento. A unos metros de la casa, cuatro traxcavos derribaban las casas que habían sufrido daños graves. Alejandro temía que el derribo fuese el destino que le esperaba al hogar donde vivía con su abuela, su madre, su hermana, sus tías y sus sobrinos.

Alejandro me contó que trabaja en una distribuidora de refrescos muy cercana. Allí estaba el martes cuando sintió el temblor: "En cuanto dejó de temblar me eché a correr para ver cómo estaba mi familia. Todos estaban bien: su hermana con un raspón y a su sobrino le había caído una piedra. Despensas hemos recibido por donde quiera". Le pregunto qué necesitan: "se cayó todo el techo, allí no se puede estar ahorita. Hay que reconstruir".

El sismo de 1985 me hizo tenerle miedo a los temblores. El del martes pasado, sin quitarme el temor, me está devolviendo la fe en lo que podemos hacer los ciudadanos organizados. Ayudemos como se pueda. Y no olvidemos a Jojutla.

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