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Le roi danse, el arte soy yo

Un filme donde los astros bailan alrededor del sol

Foto: TF1 International

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IVÁN HERNÁNDEZ

Las letras y las notas musicales son los vehículos usados para transmitir su mensaje. El arte, sentencia el monarca, es una herramienta política eficiente por su gracia, por la emoción.

“Toma el corazón, pero no la pierna”, clama el viejo Jean-Baptiste Lully a los médicos que lo atienden. La demanda suena descabellada, pero no lo es tanto si se considera que quien la profiere es un bailarín. Lully se resiste a dejar que la gangrena corte de tajo eso que él entiende como su vida, eso que lo ha mantenido vivo y en un lugar eminente dentro del palacio del monarca francés. La incompleta alternativa no le satisface. Prefiere ir a la muerte sobre sus pies y de preferencia, dando un elegante giro en el aire antes de caer al suelo.

Dejamos al avejentado personaje en cama y damos un salto al pasado, ese en el que todo mundo es joven y cosas maravillosas suceden porque, a pesar de la resistencia de unos viejos que luchan por mantener sus privilegios, es indefendible el avance impetuoso de los jóvenes de escasa moral y sin muchos deseos de agradar a quien reina en las alturas.

Le roi danse es una cinta con una hora y 55 minutos de duración dirigida por el belga Gérard Corbiai, un cineasta al que le gusta hacer de la música el elemento central de sus largometrajes. Dan prueba de ello otros elementos de su filmografía: Le maître de musique (El maestro de música) y Farinelli. La primera es de 1988 y la segunda de 1994.

Con El rey baila o La pasión del rey (títulos que se manejaron en los mercados en español), Corbiai no consiguió el éxito que sí obtuvieron sus primeras producciones. Las razones son evidentes, el trabajo es irregular, pero sus puntos fuertes compensan con creces las deficiencias en el guión y en la parte actoral.

TRÍO

El cineasta belga relata, esencialmente, dos historias. La primera es la biografía de una regia figura. Lo aborda desde sus años de adolescencia. El heredero del trono debe tragarse su orgullo y permitir a otros gobernar su país. Aquel joven crecerá y crecerá hasta convertirse en un monarca que se adueña del arte y lo explota con la idea de que todos lo vean y lo veneren.

El otro relato es el de la amistad entre la figura regia de Luis XIV (interpretado por Benoit Magimel), Jean Baptiste Lully (Boris Terral) y Jean-Baptiste Poquelín, también conocido como Molière (Tchéky Karyo).

Desde los premios conseguidos uno ya se da una idea que está frente a uno de los trabajos menos sólidos del director: se llevó el César francés a la mejor cinematografía en 2001. Compitió sin éxito en las categorías de 'actor más prometedor', 'mejor sonido' y 'mejor diseño de vestuario'.

Sin embargo, no es en el palmares donde uno encuentra la sustancia del filme, sino en los argumentos que nos presenta. Por un lado, las ansias de ese muchacho que fue nombrado rey a los cinco años de edad y ya en la adolescencia se daba cuenta de que no mandaba sino sobre la guitarra, la caza y el ballet. Por el otro, un joven y talentoso músico que goza de la amistad del heredero, atraviesa por una situación difícil. Debido a su origen italiano, Lully es defenestrado por los compositores franceses.

La producción nos traslada a momentos históricos verificados, como ese año de 1653 en el que se conocen el monarca y el compositor. No profundiza mucho en ninguno de ellos porque hay mucho por contar, hay cerca de cuarenta años contenidos en el relato.

En 1661 la muerte del cardenal Mazarino lleva al Rey Sol a hacerse con las riendas del poder a despecho de lo que pensaba su madre, Ana de Austria quien le reprocha su nulo conocimiento de los asuntos del estado. El hijo no recapacita, está decidido y da a conocer que su regia voluntad lo llama a construir una escuela de danza.

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Foto: TF1 International

BAILARÍN

El título de la película cumple con creces lo prometido, antes de que hayan transcurrido 20 minutos el espectador ya ha visto bailar al monarca dos veces.

En 1 mil 200 segundos queda claro que los personajes estarán bajo el látigo de intrigas palaciegas, envidias, cambios de fortuna, deseos de vida y de muerte que pululan en la cúpula del poder.

En ese sórdido ambiente, llega la visita del rey a un sitio, el campo de Versalles, en el que planea construir un gran palacio, Allí, una inoportuna caída lo pondrá al borde de la muerte a consecuencia de una fuerte fiebre y el tratamiento con sangrías.

La musicoterapia de Lully llega a rescatarlo del túnel de la agonía y logra vencer a los funestos pronósticos médico y religioso. A partir de ese momento cobra fuerza la segunda historia: la amistad entre un líder nacional, un dramaturgo genial y un músico que hizo una gran aportación al ballet.

DIOS Y ESTADO

El año es 1664 y un par de artistas de los sonidos se reúnen para celebrar el matrimonio del teatro con la música. La divertida unión entre Molière y Lully se verá ensombrecida por la intromisión de un compositor envidioso que llama al primero demonio incestuoso y acusa al segundo de ser un sodomita usurpador, acosador.

La respuesta del dramaturgo será tan famosa como su nombre, una obra llamada Tartufo. Los diálogos no le sientan nada bien a un grupo de nobles que exige castigo para ese pecador y autor de una poesía libertina y profana. En el estira y afloja entre devotos y escritor, saldrá perdiendo, como suele suceder, el artista.

Al principio, Luis XIV no se muestra dispuesto a castigar a uno de sus instrumentos de difusión (el otro es Lully) más importantes. Las letras y las notas musicales son los vehículos usados para transmitir su mensaje. El arte, sentencia el monarca, es una herramienta política eficiente por su gracia, por la emoción. Su idea es que tanto las representaciones del creador de El médico a palos como el director musical de la corte hagan obras que le sirvan a Dios y al Estado.

ARMONÍAS

El irregular trabajo actoral y de dirección permite apreciar con mayor interés la banda sonora de Le roi danse.

La ejecución de partituras e instrumentos del siglo XVII quedó a cargo de Musica Antiqua Köln, orquesta que se especializó en la interpretación de la música barroca de esa centuria y la siguiente con instrumentos de aquellos días.

Los sonidos no sólo acompaña a Luis XIV a todas partes, en el centro de las armonías está su cuerpo; Lully es una voluntad que prodiga sus notas y no tiene otro propósito en la vida que hacer bailar al Rey Sol.

El hijo de Ana de Austria, y esa es la historia que Corbiai pretendía contar, es el productor de la cultura clásica. La expresión artística estaba supeditada a hablar de él, a transmitir la imagen que el desea. Todo en su baile es política. El interpreta, por ejemplo, al Sol y los demás planetas bailan a su alrededor. Por esa vía, el monarca, no obstante, se relaciona directamente con el origen de la danza clásica.

Para desgracia del compositor, la edad y la pérdida de plasticidad retiran al deífico bailarín. Es entonces cuando Lully decide que así como su viejo amigo gobierna a Francia, él gobernará sobre los acordes del país. No le importa llevarse entre las patas a uno de sus mejores amigos, el dramaturgo que hizo de la comicidad una de sus marcas distintivas. El director recrea con encanto la muerte, en 1673, de Moliere tras un ataque sufrido durante la representación de El enfermo imaginario.

Luego de las dos avenidas principales de la obra, no hay mucho que rescatar. A las tramas secundarias les falta o peso o desarrollo.

A pesar de sus defectos, el montaje logra transmitir con fuerza un mensaje: el arte, puesto al servicio del poder, es un inestimable medio de propaganda política.

El largometraje concluye dejando en el espectador la impresión de que el cierre, a pesar de toda su lógica, quedó a deber. Sin embargo, cumple con la tarea de invitarnos a recordar nombres, grandes artistas, que han puesto, cuando no amoldado, sus talentos al servicio del Estado.

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