Columnas la Laguna

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

"Quiero un condón". Así le dijo al farmacéutico un hombre a quien su esposa acompañaba. Preguntó el de la farmacia: "¿De qué tamaño lo quiere? ¿Chico, mediano, grande, súper grande o Saltillo size?". "Mediano" -respondió el hombre. "No -intervino la mujer-. Es de tamaño chico". Inquirió de nueva cuenta el farmacéutico: "Y ¿de qué color le gustaría el condón? Los tenemos blancos y negros". "Deme uno blanco" -pidió el cliente. "No -volvió a hablar la señora-. Que sea negro. Es un color más sugestivo". Pasaron unos meses, y ahora fue el hombre quien acompañó a su esposa a comprar un brassiére de maternidad. La encargada de la tienda le preguntó a la señora: "¿Lo quiere blanco o negro?". Dijo ella: "Negro". "¡Negro no! -se alarmó el marido-. ¡A ti también se te va a romper!". (No le entendí). Andrés Manuel López Obrador y Jaime Rodríguez Calderón, llamado El Bronco, gobernador itinerante de Nuevo León, son aves del mismo plumaje que sí se mancha. Ambos se muestran intolerantes ante la crítica, y los dos, aunque se digan adversarios, comparten la misma postura cerrada frente a cuestiones tales como el matrimonio igualitario. Desde luego en AMLO esa posición obedece a un frío cálculo político: no quiere indisponerse con las iglesias, especialmente con la católica, pues eso le quitaría votos. En el Bronco, por el contrario, tal actitud es real, fruto de sus anacrónicos prejuicios y su módica cultura. Otras semejanzas hay entre esos personajes, por más que con frecuencia se descalifiquen uno al otro. Ambos son autoritarios; los dos muestran tendencia caciquil, como lo evidenció López Obrador con su torpe comportamiento en la entrevista con José Cárdenas. Políticos como El Bronco y AMLO, personalistas y con tufos mesiánicos y de intolerancia, no parecen armonizar con un sano ejercicio democrático en el cual tenga cabida el respeto a la diversidad y a la diferencia de opiniones. Don Poseidón, severo genitor, amonestó a su hija: "No me gustó nada la forma en que tu novio te estaba besando y acariciando anoche". Replicó la muchacha: "Es que apenas está aprendiendo". Un encuestador le preguntó a don Chinguetas, el esposo de doña Macalota: "¿Acostumbra usted comer alimentos chatarra?". "Nunca -respondió con firmeza don Chinguetas-. Excepción hecha de la comida que me hace mi mujer". Pirulina, muchacha sabidora, le comentó a una amiga: "Mi noviazgo con Leovigildo no es uno de esos romances idealizados de novela rosa o de serie cursi de televisión. Tiene un cimiento firme y real: el sexo". Doña Uglicia, mujer de rostro poco agraciado, siguió el consejo de una amiga y se compró una máscara embellecedora -así decía el anuncio- hecha a base de una sustancia viscosa de color verde con vetas cafés y moradas. Ese producto, en efecto, la ayudó a verse menos fea. Desgraciadamente a los dos días la máscara se secó y se le cayó. La chica adolescente llegó a la tienda y le dijo a la encargada: "El vestido que compré ayer les gustó a mis papás. ¿Puedo cambiarlo?". Babalucas era guardia de seguridad. Lo enviaron a custodiar la residencia de un rico señor que coleccionaba arte. Le indicó el magnate: "Voy a salir de viaje. Tendrá usted a su cargo el cuidado de mi casa, especialmente de mis cuadros, cada uno de los cuales vale una fortuna. Que no falte ninguno a mi regreso". La primera noche de su guardia Babalucas oyó ruidos en la segunda planta de la casa. Subió y encontró en la alcoba a un individuo que se refocilaba con la esposa del ricacho. "Continúe usted sin pena, caballero -autorizó Babalucas al azorado tipo-. Pero no se le vaya a ocurrir llevarse un cuadro". FIN.

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