-Voy a abrir la ventana, para que entre la gracia de Dios.
La abuela apartaba las cortinas y abría las cuatro hojas del grande ventanal. Toda la luz del mundo y todo el aire se precipitaban al mismo tiempo y llenaban el aposento con su frescura y su claridad.
Empezaba un nuevo día del Señor. Sus criaturas salían a la mañana: los hombres que iban a la labor; las mujeres que llevaban al molino el nixtamal; los niños que caminaban -no muy aprisa- hacia la escuela. Se oía el cacareo de las gallinas; el mugir de la vaca mora, que antier había parido; el balido de las cabras que el pastor llevaba al cercano agostadero. De la cocina llegaban aromas de café recién hecho y de tortillas de harina acabaditas de salir del comal.
Hoy sé que aquello era el paraíso. Entonces no lo sabía. ¿Qué puede saber un niño?
Ahora mi mujer descorre las cortinas y abre los postigos del ventanal para que entre la gracia de Dios. La vida sigue cantando su canción, y desde la cocina llegan los mismos aromas del ayer.
Esto es el paraíso. Pero yo no lo sé. ¿Qué puede saber un viejo?
¡Hasta mañana!...