San Virila salió de su convento a la hora de maitines. Debía caminar mucho para ir al pueblo a pedir el pan de sus pobres.
Cuando llegó a la aldea vio a una muchachita que lloraba desconsoladamente. Su madre había comprado una gallina en el mercado, y se la dio a cuidar. La niña era pequeña, y la gallina grande. Se le escapó de los brazos y fue a caer en el estanque. Ahí se ahogó. Gemía la criatura: su mamá la iba a castigar.
San Virila no soportaba ver llorar a un niño, y menos a una niña. Hizo un movimiento de su mano y la gallina revivió. Nadando como pato regresó a la orilla y fue a acogerse a los brazos de la pequeña.
Al día siguiente la niña fue a llevarle a San Virila el huevo que la gallina había puesto esa mañana. El frailecito lo tomó y lo mostró a sus hermanos. Aquel objeto tan prosaico, tan de todos los días, era un prodigio de diseño, de exacta geometría, de acabalada perfección.
-Éste sí es un milagro -dijo San Virila-. Lo que hago yo son trucos.
¡Hasta mañana!...