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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

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ARMANDO CAMORRA

¡Ah cómo odiaba a ese pelícano! El pajarraco estaba siempre ahí, inmóvil como un jeroglífico, en aquel palo del embarcadero, frente a la cabaña. Aunque quisiera no podía dejar de verlo; antes se le desaparecería el mar. En sus noches de duermevela -temía la llegada del amanecer, porque con él vendría el pelícano- pensaba si acaso el ave sería su conciencia, una conciencia en figura grotesca, pero inexorable, con su eterna recriminación, con la mirada siempre fija en él. Una y otra vez le acudían a la mente los versos de Santo Tomás de Aquino, antes tan queridos, ahora amargos como el reflujo que en sus frecuentes crudas le subía del estómago y le agriaba la garganta y el aliento. Decían esos versos: "Pie pellicane, Iesu Domine, / me inmundum munda tua sanguine.". "Oh Señor Jesús, piadoso pelícano: / hazme limpio -a mí, tan sucio- con tu sangre". Recordaba la explicación que su maestro, el padre Francisco Xavier, le había dado de aquel extraño vocativo por el cual el Aquinatense llamaba "pelícano" a Jesús. La Iglesia veía en esa ave la representación de Cristo. Así como según el mito el pelícano resucitaba a los polluelos que se le morían vertiendo sobre ellos la sangre de la herida que él mismo se hacía desgarrándose el pecho a picotazos, así Nuestro Señor nos sacó de la muerte del pecado con la preciosa sangre que derramó por nosotros en la cruz. Ahora Jesús se le presentaba en forma de pelícano para reclamarle su traición. Ni siquiera sabía a qué hora llegaba el avechucho. Cuando salía por la mañana ya estaba ahí, hierático. Cuando al caer la tarde regresaba, el pájaro seguía en su sitio. Luego, de pronto, desaparecía como tragado por el mar o por el cielo. Pero él sabía que estaba en alguna parte, mirándolo sin que él pudiera verlo, vigilándolo en las tinieblas de la noche igual que lo acechaba en la claridad del día. "¡Maldito pelícano! -le decía a la mujer-. ¿Por qué me mira así?". Y ella: "¿Qué te hace? No lo veas tú". ¿Cómo podía dejar de verlo si el maldito siempre lo estaba viendo a él? Lo enfurecía entonces la burla de la hembra, que en su grosera risotada dejaba ver la blancura de sus dientes, raya de tiza en medio de la negrura de su piel. Ella era la que lo había sacado de ser cura. También esa mujer era un remordimiento cotidiano, igual que el pelícano en el que Jesús se le manifestaba con su reproche diario. Por eso al acto de la carne seguía siempre el de la contrición; por eso se había ocultado en aquel pueblo de pescadores donde nadie lo conocía, y aun así vivía en las afueras, apartado de todos y de todo, viviendo una vida que no era en verdad vida, sino continua muerte. Aquella noche casi no durmió. Le parecía ver escritas en la pared, como en el pizarrón del seminario, las palabras "Pie pellicane, Iesu Domine". Enfebrecido, miraba a Jesús convertirse en pelícano, y al pelícano transformarse en Cristo, que lo veía fijamente y le preguntaba sin palabras: "¿Qué hiciste con la sangre que derramé por ti?". Se levantó del lecho donde la mujer roncaba con ronquidos animales. Buscó la botella de aguardiente y bebió directamente de ella. Jamás usaba un vaso para emborracharse: eso le recordaba el cáliz en que bebía el vino de la consagración. Cuando amaneció ya estaba ebrio. Ebrio de licor, ebrio de Dios, ebrio de remordimientos. Ahí estaba el pelícano, como siempre, mirándolo con su reproche empecinado. Tomó la escopeta garcera que tenía siempre a mano por lo que se ofreciera. Salió y fue hacia el ave. El pelícano lo vio venir, pero no se movió; se quedó quieto y manso, como víctima que espera el sacrificio. Cayó con el disparo. En su plumaje blanco el rojo de la sangre fue otra condena muda. Luego el hombre cargó de nuevo el arma y fue a donde estaba la mujer. FIN.

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