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Eugenia León explora su infancia

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México, DF.- En su casa de Coyoacán, un barrio que por cierto le va muy bien, Eugenia León aparece con un bronceado espectacular, legado de sus recientes vacaciones en Cancún, Quintana Roo.

Su delgada figura y la melena alborotada le dan una apariencia muy juvenil. Se le ve relajada y feliz; ella informa que pasa por una etapa de plenitud en su vida.

Sin embargo, la politóloga Denisse Dresser acaba de revelar otra imagen de la cantante en su libro Gritos y Susurros -editorial Grijalbo-, en el que reunió los testimonios de 38 mujeres “dueñas de su destino”.

Eugenia no se inmuta cuando le decimos que quisiéramos profundizar en esa otra cara, en esa infancia que, según se deja ver en el interesante volumen de Dresser, fue oscura y sufrida.

Antes de iniciar la plática, la cantante, que está festejando sus 30 años en el oficio, echa un rápido vistazo a tres de las fotografías que aparecen sobre el librero. Una es de su hijo, Eugenio; la segunda, de doña Emma, su madre, y la tercera, de ella misma acompañada de sus tres hermanas y uno de sus hermanos.

Eugenia empieza por quitar dramatismo a lo que vivió y nos dice con voz serena: “Casi cualquier mujer con quien te topes en la calle tiene una historia de retos y dificultades para realizarse. Entonces, la mía sólo se diferencia en que soy una mujer conocida y al público le da mucha curiosidad saber de mí”.

Prohibida la vida Eugenia León se considera provinciana, por haber nacido en Tlalnepantla, estado de México, “en una sociedad machista y conservadora”, nos afirma. “Mis padres habían decidido que mis hermanas y yo fuéramos secretarias y el precio que debimos pagar por hacer lo que queríamos era dejar la casa paterna”.

Manuel León, el jefe de la familia, opinaba que las mujeres sólo servían para el matrimonio y para atender el hogar. Por lo tanto, prohibía que Eugenia y sus hermanas leyeran. En la casa no había libros. También estaba prohibido escuchar música, hacer demasiado ruido, cantar, jugar, reírse, platicar en voz alta, oír el radio, salir a la calle o asistir a alguna fiesta.

“Desde niña yo tuve la sensación de ser rara, de no encajar en los parámetros que se me exigían. Era curiosa, hacía ruido, disfrutaba mucho lavando las ventanas mientras cantaba los temas de Gloria Lazo. Escuchaba música en las casas vecinas y a los diez años, con el dinero que fui guardando como podía, compré mi primer disco: uno de José Alfredo Jiménez”, recuerda.

Así, las hermanas León acudían a una escuela religiosa y en el 68, en pleno movimiento estudiantil, “las monjas nos contaban historias horrendas sobre esos muchachos revoltosos, y comunistas”, recuerda.

Por esos días hubo un episodio que conmocionó a la familia: don Manuel León corrió a Emma, la hija mayor, por su determinación de seguir estudiando.

Cuando Eugenia León concluyó la secundaria, ella y su hermana Margarita fueron a inscribirse en el Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH), por entonces un experimento pedagógico de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) -la cantante perteneció a la segunda generación-, en el que se habían suprimido las jerarquías académicas, nos dice.

“El primer día, después de las clases, teníamos miedo incluso de llegar a la casa, pensando en el caso de Emma. Y en efecto, mi papá nos esperaba encolerizado. De los gritos y los insultos pasó a los golpes, nos dio una paliza. Humilladas, decidimos reunirnos con Emma, que ya vivía con el pintor Mario Orozco Rivera.

“Estuvimos tres meses con ella y la pasábamos muy bien, pues organizaba reuniones en las que uno de los participantes asiduos era el poeta Jaime Sabines. Luego decidimos rentar un cuarto de azotea y nos hicimos miembros del Partido Comunista. Vendíamos ropa y yo hasta trabajé un tiempo para el circo Atayde en labores de oficina”, prosigue Eugenia.

Refiere que en el CCH tuvo por primera vez amigos varones “que me trataban como a una igual”. En ese ambiente tan distinto al que había tenido en su casa, se “desató”. “Me volví la más hippie, iba a todas partes de aventón, tenía novios y aprendía de todo. Empecé a cantar en las reuniones de amigos y ellos me dijeron que lo podía hacer de manera profesional. En mi interior yo pensaba: ‘qué voz tan de a tiro!’ Era desafinada, pero también muy potente”.

Eugenia entró a la Escuela Nacional de Música. Inicialmente quería estudiar ópera y entre sus compañeras tuvo a la hoy reconocida soprano Lourdes Ambriz. “Pero sentía que les caía mal a los maestros, que me veían rara. No encontré uno que me entendiera y con el que me sintiera cómoda. Una maestra me llegó a decir que si quería cantar como Lola Beltrán, mejor me fuera. Entonces busqué otros maestros por mi cuenta”.

Ya como artista profesional, no entró en el círculo comercial ni cantaba lo mismo que los demás. “No era bonita ni tenía el tipo para telenovelas... Por ese entonces todo ello me atormentaba, hasta que dejé de darle demasiada importancia”.

Luego de una pausa, la cantante nos cuenta esta anécdota: “El otro día, mi hijo llegó llorando del curso de verano porque unos niños lo empujaron. Ya no quería regresar. Le dije: si te empujan, empújalos tú. No se trata de dañar a nadie, pero tampoco te dejes”. Esa fue la estrategia que tuve que usar para seguir en el ambiente donde todo el mundo me veía como rara”.

Muere el padre

Cierta vez, le avisaron a Eugenia que su padre agonizaba en un hospital. El señor tenía casi 80 años. “Creo que sólo esperaba a que llegara yo, para morir. No hablaba; lloraba y me veía. Luego de un rato, falleció. Para mí fue muy doloroso. Su muerte coincidió con un rompimiento amoroso que tuve”.

Hoy, Eugenia León se siente orgullosa de haber trazado su propia camino, de haberse forjado un carácter fuerte y decidido.

De cantar las canciones que más le gustan, enfrentando retos como el disco de tangos que grabó hace años, siguiendo siempre su intuición. “Es necesario escuchar siempre la voz interna que te dice ‘eso está bien’ o ‘eso está mal’. Aunque resultes rara, lo mejor es ser tú misma”.

Ha forjado una familia propia, que incluye a su hermanas, a sus hermanos, José Luis y Manuel, y a su madre, quien ahora se muestra orgullosa de ellos.

Aunque separada desde hace cinco años de Marcos Rascón, padre de Eugenio, afirma que su hijo cuenta con una estructura de amigos que lo quieren y con quienes puede contar.

“Las estructuras familiares han cambiado mucho. Ahora podemos educar a nuestros hijos bajo el concepto de que los lazos sanguíneos, si bien son importantes, no son los únicos ni los más fuertes que tenemos”.

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