Me habría gustado conocer al Americano. Así llamaban, por rubio, a un bandolero que merodeaba en tierras de Nuevo León.
No era un bandido cualquiera. Se proclamaba "guerrillero contra los ricos". En las árganas de su silla de montar llevaba libros que leía por la noche a la luz de la hoguera del vivac. Recitaba de memoria textos de San Pablo, y citaba a Ortega y a Unamuno.
Un día renunció a su arrebatada vida. La causa, se dijo, fue "una pasión contrariada", o sea una decepción amorosa. Repartió entre sus hombres el botín que había acumulado y se recluyó como ermitaño en una cueva del cerro del Obispado, cerca de Monterrey. La autoridad sabía que se encontraba ahí, pero no se metió con él, pues ya no hacía daño. La gente le regalaba pan y libros. "No necesito más", decía agradecido.
Me habría gustado conocer al Americano. Después de vivir intensa vida esperó con serenidad la muerte. Al final le quedó sólo un pan para comer y un libro para leer. No necesitaba más.
¡Hasta mañana!