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¿Cómo se planifica el transporte urbano en México?

Ciudad posible

ONÉSIMO FLORES DEWEY

La historia es más o menos así: Un grupo de transportistas identifica alguna zona de la ciudad que no cuenta con suficiente servicio. Los líderes de dicha organización ordenan "colonizar" dicho territorio, extendiendo sus rutas hasta detonar la reacción de alguna otra agrupación. Lo que sigue es un período de conflicto. Ambos bandos denuncian la "invasión" de sus recorridos, y en no pocas ocasiones recurren a la violencia. Poco a poco, sin embargo, los transportistas concluyen que una guerra civil permanente no es buena estrategia de negocios. Sus líderes dialogan, negocian, y eventualmente construyen acuerdos. Mi paradero será allá y el tuyo acá. Tu derrotero termina aquí, y el mío comienza acá. Dichos acuerdos, originalmente informales, pronto se convierten en derechos de propiedad. La autoridad podrá legitimarlos con un permiso o una concesión, pero para los transportistas estos derechos no son "otorgados" sino meramente "reconocidos".

Este proceso explica la actitud defensiva que habitualmente adopta el gremio transportista cuando alguien del gobierno sugiere una reforma. Desde su óptica, las rutas son "suyas", pero no porque el Estado les haya autorizado operarlas, sino porque sus organizaciones las han cultivado y defendido. Independientemente de lo que haga el gobierno, los acuerdos entre las organizaciones de transportistas permiten transitar de una competencia salvaje hacia prácticas oligopólicas propias de un cartel. Los líderes cortan el queso, y su poder depende de su capacidad de reclutar socios y colonizar territorios. Ellos determinan qué tipo de camión pasa por dónde y cuándo. Por supuesto, el resultado dista de ser óptimo para la población que utiliza el servicio. Las unidades están usualmente mal mantenidas, los choferes trabajan largas jornadas, y los accidentes son frecuentes. Las principales avenidas están congestionadas con microbuses que pelean por el pasaje, mientras que la periferia apenas recibe servicio. Las rutas son demasiado extensas, generando tiempos de espera innecesariamente largos. Y la lista podría seguir.

¿Cómo proteger el interés público ante una industria acostumbrada a auto-regularse? Los gobernantes de ciudades mexicanas que han logrado avanzar en este objetivo han optado por consensuar con el gremio transportista. En lugar de amenazar a un gremio unido, han reclutado para su causa a aquellos transportistas dispuestos a experimentar con un nuevo modelo de negocio. Obviamente, estos gobiernos tuvieron que ofrecerles condiciones atractivas. Esa es la historia, por ejemplo, del Sistema Integrado de Transporte de León -Optibús-, o del Sistema Metrobús en la Ciudad de México. En ambos casos, el "líder gremial" se convirtió en "empresario," y hoy está más preocupado por la viabilidad del negocio a futuro que por la supervivencia del estatus quo. El gremio (o al menos parte del gremio) modificó su modelo de negocio: Sustituyó su operación artesanal con una administración más profesional, y aceptó una regulación más rigurosa por parte del estado. A cambio, el Estado no sólo autorizó aumentos a la tarifa y otorgó nuevas concesiones, sino que además evitó temporalmente la entrada de competidores externos a esta industria.

El éxito de este tipo de reformas no puede evaluarse solamente por número de camiones nuevos adquiridos por los empresarios, o del rediseño de algunas rutas, o del lanzamiento de una nueva "marca" que identifique al servicio. Esa es finalmente la parte fácil. La verdadera prueba de fuego está en sostener y profundizar las nuevas reglas del juego a través del tiempo. Tanto en León como en la Ciudad de México, los nuevos sistemas han crecido y mejorado durante más de una década, y la relación entre los empresarios y el gobierno continúa fortaleciéndose. Por supuesto los empresarios han tenido desencuentros con el gobierno, y los acuerdos iniciales han sido revisados frecuentemente, pero ninguna de estas nuevas negociaciones ha implicado retrocesos significativos. Lo que es más, las nuevas autoridades ya no son tan rehenes del consenso. Al menos en estas ciudades, comienza a consolidarse una forma distinta de planificar el transporte urbano, donde el interés público está por fin representado.

Lo que quiero decir es que la reforma al transporte urbano en cualquier ciudad de este país debe entenderse como un proceso. A cada vuelta, el gobierno debe ir apretando las tuercas. Los avances logrados por gobiernos anteriores, aunque pudieran parecer modestos, deben aprovecharse. La alternativa es comenzar de cero: Dar la mismas batallas, tener las mismas discusiones, y cometer los mismos errores.

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