Siglo Nuevo

La huella de Margules en el teatro mexicano

Lo esencial sobre lo superfluo

Tío Vania, 1899.

Tío Vania, 1899.

Jessica Ayala Barbosa

Harto del asfixiante sistema político que padecía Polonia a mediados del siglo XX, llega a México un joven de 24 años llamado Ludwik Margules, quien años más tarde se convertiría no sólo en una leyenda de la dirección teatral, sino en un pilar de las artes escénicas en este país.

El 1 de junio de 1957, a bordo de un barco, arribó a México un hombre con todo y pipa; un polaco que se

convertiría en director de teatro y que con su rigor y necesidad de hablar -o dicho a su modo de «ladrar desde el escenario- pero sobre todo de trascender, cambiaría el panorama de las artes escénicas del país y dejaría una profunda huella que perdura hasta nuestros días: Ludwik Margules.

El entonces joven de 24 años llegó acompañado de su familia procedente de Varsovia, la capital de Polonia, ciudad que lo vio nacer el 15 de diciembre de 1933 y donde estudió la carrera de periodismo. No era la primera vez que abandonaba su ciudad natal -durante la Segunda Guerra Mundial tuvo que vivir seis años de exilio en Rusia- pero sí la definitiva. El hartazgo que le generó el sistema político de su país fue la razón que determinó su partida.

COMIENZOS DE UNA LEYENDA

En 1961, tras cursar estudios en la Escuela Dramática de la UNAM y la Escuela de Arte Teatral del Instituto Nacional de Bellas Artes, bajo la tutela de grandes renovadores de la escena mexicana como Salvador Novo, Fernando Wagner y Seki Sano, Margules puso en escena El gran camino, de Antón Chéjov, obra que marcó el inicio de una larga trayectoria como director que concluyó en 2004, dos años antes de su muerte.

Aunque él mismo no podía definir con exactitud el porqué de su inclinación hacia el teatro, la verdad es que siempre estuvo inmerso en una cultura teatral. Su vocación se nutrió de la comedia del arte, del teatro expresionista alemán, del gran teatro ruso, del estadounidense y por supuesto, del polaco, que en su opinión es uno de los mejores del mundo por el nivel y la maestría con que aborda el arte escénico, así como por la tradición de más de dos siglos que lo respaldan.

Su trabajo abarca más de cuarenta puestas en escena, entre las que destacan: La trágica historia del doctor Fausto, de Christopher Marlowe; El Tío Vania, de Chéjov; Ricardo III, de William Shakespeare; Cuarteto, de Heiner Müller; A Puerta Cerrada, de Jean Paul Sartre; Los Justos de Albert Camus; y, la que muchos críticos han coincidido en señalar como su mayor logro: De la vida de las marionetas, de Ingmar Bergman. La lista de obras que llevó al escenario es el reflejo de los temas que le atraían u obsesionaban, como el efecto de los mecanismos y la dinámica del poder en la vida de las personas, y la clase de poder que puede generar la miseria humana; la presencia de lo grandioso, lo miserable y lo grotesco en el ser y su comportamiento; el espíritu trágico, lo erótico y su trivialización, así como la violencia.

LA ORGANICIDAD, SU SELLO DISTINTIVO

Margules irrumpió en la escena nacional con su «teatro orgánico», un concepto escénico despojado de ornamentos que se orientaba a la búsqueda de lo esencial a través de la transgresión de los convencionalismos más recurrentes en el teatro de la época. Su estilo se caracterizó por la abstracción del lenguaje escénico, esto es, la eliminación de todo lo superfluo o vano, de la redundancia y la pirotecnia, para exhibir únicamente lo fundamental: una síntesis cuyo resultado era un teatro de dimensiones poéticas.

Para él, lo más importante era la estructura de la puesta en escena, de modo que elementos como la escenografía, iluminación, música, vestuario y maquillaje, eran austeros y sencillos. La organicidad, en fin, es en palabras del propio director, “El triunfo de un estilo sobre la dispersión retórica”.

LOS ACTORES, SU MATERIA PRIMA

Construyó un universo teatral muy sobrio que reposaba sobre la calidad actoral y la palabra dramática. De ahí la importancia que le confería a la búsqueda de buenos actores, artistas de pura cepa, de quienes demandaba sensibilidad, inteligencia, imaginación, poder creativo, técnica e instinto, fundidos en una admirable intuición. “Cuando encuentro este tipo de actores siento que mis ideas sobre la puesta en escena caen sobre una tierra, una gleba fértil y la puesta consigue una vida natural”, expresó el director en una plática que quedó plasmada en el libro Ludwik Margules. Conversaciones con Rodolfo Obregón (El Milagro-CONACULTA, 2004).

Como enemigo de la banalidad y la inmediatez, obligaba a sus actores a profundizar en ellos mismos, a transgredirse para llegar a la esencia actoral, a la complejidad escénica. “Quiero que alucine a su propia persona y que establezca un diálogo sensible con su personaje, con su interlocutor en el escenario”. Era un proceso exhaustivo para el actor que exigía claridad mental e inspiración artística en cada ensayo, así como higiene emocional para poder abandonar al personaje fuera del escenario. Esta técnica, considerada exagerada por algunos, dio pie a una generación de actores, directores, dramaturgos y cineastas en la que brillan nombres como David Olguín, Rodolfo Obregón, Julieta Egurrola y Luisa Huertas.

LA CONEXIÓN CON SU PÚBLICO

Las puestas en escena de Ludwik Margules no eran siempre bien vistas, las opiniones del público acerca de cada una de ellas estaban divididas.

Mientras había quienes consideraban poco atractivas las obras que elegía para representar, otros aplaudían su valentía para explorar la condición humana y desentrañar los problemas trascendentales de la vida. A él, poco le interesaba la opinión del «público en general», pues consideraba que no existe tal.

Distinguía diferentes tipos de público definidos por gustos, aspiraciones, anhelos y situaciones en las que se encuentran, y de entre todos aspiraba a establecer un diálogo con el más sensible, sin importar si estaba o no educado en la cultura teatral. Buscaba situarse en el mismo rango de ideas y sensibilidad de ese público, pues ello le resultaba esencial para construir ficciones en el escenario.

MARGULES, EL MAESTRO DURO

Pero su poder formativo no se limitó a sus puestas en escena, Ludwik Margules hizo parte de diferentes instituciones. Dio clases durante 25 años en el Centro de Capacitación Cinematográfica. Fue fundador del teatro universitario, participó en la última etapa de Poesía en Voz Alta, así como en destacados proyectos del INBA y fue maestro del Cenart, en sus primeros diez años. En 1991, creó El Foro de Teatro Contemporáneo, un espacio idóneo para enseñar a hacer teatro a su manera.

Durante catorce años, el lugar vio desfilar actores interesados en formarse bajo el rigor y la irreverencia que caracterizaban a Margules, pero fue precisamente ese rigor, que algunos consideraban excesivo, lo que propició la construcción del mito de hombre duro en torno suyo. Un mito que fue levantado, decía él, “por gente de poca autoexigencia”. El Foro cerró sus puertas el 27 de agosto de 2005, por diversas razones, la más fuerte, su estado de salud a causa del cáncer que padecía, y que finalmente le produjo la muerte el 7 de marzo del año siguiente.

EL LEGADO

Margules es uno de los pilares del teatro mexicano y uno de los representantes de la mejor época del mismo, su estilo sigue siendo un faro entre la trivialidad y la verborrea del teatro comercial que domina la cartelera nacional. Así pues, sus alumnos son algunos de quienes han intentado transmitir este legado a las siguientes generaciones.

Twitter: @gsi_k

De la vida de las marionetas, 1983.
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Jaques y su amo, 1989.
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Noche de reyes o como quieran, 2004.
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Ludwik Margulesy Jorge Fons durante ensayo.
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