El rey llamó a San Virila y le pidió que le hiciera un milagro para poder creer. Le dijo que las ambiciones de poder y la mezquindad de su ejercicio habían apagado en él la fe sencilla de la infancia.
Virila quería bien al monarca, y le hizo el milagro que pedía. Por virtud de ese milagro surgió en el pueblo una revuelta y el rey perdió su trono. Obligado a renunciar a la corona se fue a vivir al campo. Ahí vio germinar un grano de trigo; observó el nacimiento de un polluelo de colibrí y miró las estrellas otra vez, que ya tenía olvidadas. El rey volvió a ser un hombre como todos los demás, y de nuevo sintió en su corazón la fe que sólo tienen los que saben mucho y los que no saben nada.
El rey daba las gracias por su milagro a San Virila. El santo se sonreía:
-¡Bah! -contestaba-. El milagro no lo hice yo. El milagro lo hicieron las estrellas, el trigo, el colibrí... Ah, y el pueblo.
¡Hasta mañana!...