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Oportunidades de corrupción

Salvador Kalifa

En las campañas a la Presidencia de la República y a la Jefatura del Gobierno del Distrito Federal (DF) en 2000 existió un gran contraste en las posiciones de Vicente Fox y Andrés López sobre las remuneraciones de los funcionarios públicos.

En ese entonces Fox se pronunció por un equipo de trabajo bien remunerado, de preferencia con sueldos similares a puestos equivalentes en el sector privado. El señor López, por su parte, afirmó que los puestos de mayor nivel en su gabinete verían una disminución o un congelamiento de sueldos, con el fin de subsidiar transporte público, alimentos básicos y medicinas.

En Septiembre del 2000 escribí que “La propuesta de López Obrador de reducir los sueldos de sus colaboradores, quizá es una idea atractiva para sus simpatizantes, pero más allá de su tinte populista, es una invitación a la corrupción”. Más adelante añadía:“Años de estudio sobre el problema de la corrupción han llevado a la conclusión de que un importante mecanismo para prevenirla,[….]es contar con una atractiva estructura de sueldos para los servidores públicos, lo que además de atraer personas calificadas, eleva su costo de oportunidad por realizar actos corruptos”.

La nota concluía con lo que resultó profético: “el nuevo gobierno del Distrito Federal necesita cambiar su punto de vista sobre las remuneraciones de los servidores públicos, ya que de no hacerlo estará contribuyendo a mantener el problema de la corrupción en la capital del país”.

Roger Hansen en su libro “La Política del Desarrollo Mexicano” publicado en 1971 mostraba que el problema de la corrupción no era reciente, sino cotidiano en México. Escribió que “…Si la corrupción se define como el comportamiento de los funcionarios públicos que se aparta de las normas sociales ampliamente aceptadas, para servir a sus fines particulares, entonces ese término quizá no debiera ni usarse en el estudio de la vida política mexicana. El servirse de los puestos públicos para el beneficio privado está tan ampliamente extendido en México –y lo ha estado durante siglos – que el término ‘corrupción’ puede considerarse como una ‘norma’ del comportamiento político más que como una de sus desviaciones”.

Los actos corruptos en nuestro país son, sin duda, cotidianos. Ellos incluyen la “mordida” al oficial de tránsito, al inspector de aduanas, al funcionario de Hacienda, y al que tramita permisos o licencias; los clásicos “coyotes” que “facilitan” las gestiones en las oficinas públicas, o los ciudadanos y burócratas que se benefician de información oficial sobre grandes operaciones de compra o venta de activos.

No deben sorprendernos, por tanto, los recientes casos de corrupción de diversos políticos, que van desde el “Niño Verde” hasta varios de los más cercanos colaboradores de Andrés López. Estos eventos confirman lo que cada año presentan reportes del Foro Económico Mundial y Transparencia Internacional, donde México aparece como uno de los países con mayores índices de corrupción en el mundo.

La raíz de este problema, nos debe quedar claro, es el mismo gobierno, quien estimula la corrupción al establecer un sistema elaborado de trámites, permisos, subsidios, concesiones y licencias. Es muy común que los funcionarios corruptos retrasen labores administrativas, detengan expedientes o compliquen el papeleo de todo tipo de actividades con el fin de obtener la clásica “mordida”.

La evidencia internacional y la experiencia en nuestro país muestran que entre mayor sea la intervención gubernamental en la economía mediante regulaciones y permisos, más numerosas serán las oportunidades de corrupción. Esta, a su vez, genera grandes ineficiencias en la asignación de recursos, desalienta la inversión y frena el crecimiento del país.

La retórica del presidente Fox y del jefe López condena los actos de corrupción al tiempo que anuncian diversas campañas para erradicarla. En la práctica, sin embargo, en estos gobiernos y a todos los niveles se han incrementado las oportunidades de actos corruptos mediante la proliferación de regulaciones, permisos y normas oficiales, que otorgan una enorme discrecionalidad a la burocracia.

Las exhortaciones moralistas de un Presidente ingenuo y un Jefe de Gobierno del DF ignorante de lo que hacen sus colaboradores son ineficaces para atacar el problema. La ciencia económica nos enseña que el camino para reducir la corrupción debe centrarse en crear un entorno institucional que mejore las remuneraciones de los burócratas y reduzca la discreción con la que pueden actuar, así como establecer un conjunto de sanciones lo suficientemente severas como para lograr que aún los oportunistas renuncien a las prácticas corruptas.

Desafortunadamente, todavía no hay evidencia que las autoridades reconozcan los permisos oficiales, la proliferación de formas y oficios, las regulaciones y la asignación burocrática de los recursos públicos como un “caldo de cultivo” para la corrupción. Y mientras las autoridades no lo entiendan, tampoco veremos que acepten que minimizar las regulaciones y la discrecionalidad de los servidores públicos es la forma más eficaz de disminuirla.

Los corruptos tienen, además, que convencerse de que hay leyes más severas para castigarlos y que estas se aplican de manera efectiva. Esto significa que el Congreso tiene que crear leyes con penas y sanciones estrictas para quienes participen en un acto corrupto, mientras que el Ejecutivo y los tribunales tienen que aplicarlas sin distinciones.

La reducción de la corrupción en México no será entonces una tarea fácil. Enfrentará intereses muy poderosos que no están dispuestos a renunciar a las múltiples oportunidades de beneficio privado que, como señaló Hansen hace más de tres décadas, han sido costumbre durante siglos en los puestos públicos en nuestro país.

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