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La herencia del manifestante

DIEGO PETERSEN FARAH

 L A revista Time fue, en la segunda mitad del siglo XX, una de las publicaciones estadounidenses más influyentes fuera de su país. Una portada del Time cambiaba el derrotero de la política internacional. A finales de los noventa el rumbo de la revista cambió. Entre 1996 y 97 se registró un fenómeno que entonces se consideraba extraño.

Habían tenido en 12 meses una de las portadas más vendidas de la historia, la muerte de Lady Di, y la menos vendida de todas, el nombramiento del nuevo primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu. En los dos miles la revista no ha sido lo que fue, pero la última portada de cada año, en la que la nombra al personaje del año, es siempre esperada por la prensa internacional como si fuera el Nobel.

Este año la revista le otorgó el personaje del año al manifestante, ese personaje singular, pero que actúa en grupo; que sale a la calle por voluntad propia, pero impulsado por la fuerza de la red a la que pertenece; que exige sus derechos, quiere un mundo distinto, pero para él los canales de la política formal están cerrados. Las manifestaciones marcaron este año como ningún otro desde 1968. De Túnez a Egipto, de Libia a Siria, de Chile a España, el mundo entero vivió movilizaciones.

Más allá de las reivindicaciones, muy distintas las unas de las otras, lo que "el manifestante" puso sobre la mesa es la crisis de un modelo de representación y la necesidad para los jóvenes de replantear el espacio de la política. Las instituciones gubernamentales, en las dictaduras y en las democracias, se volvieron viejas, sordas y obsoletas. No es una cuestión de legitimidad o votos sino de incapacidad y ceguera institucional. Hoy las instituciones responden a lo que los evaluadores e indicadores internacionales esperan de ellas y no a los que los ciudadanos necesitan para resolver sus problemas. Los partidos, de izquierda o derecha, siempre han respondido a la lógica del poder y los poderosos, pero nunca como ahora habían estado tan lejos de los ciudadanos.

Los manifestantes regresaron la política a su lugar de origen: la calle. Es ahí, en el espacio público, en donde todos somos iguales, o quizás sólo tan sólo menos desiguales, donde debe discutirse y decidirse el futuro deseado. Mientras las instituciones y los cauces de la política segregan, compartimentan y deshumanizan, la calle reúne, reencuentra, le da rostro al ciudadano. Mientras la política formal norma y limita, la calle abre su espacio.

La política, tiene razón Fernando Savater, no puede funcionar sin partidos e instituciones, pero volver a la calle nos permite y obliga a repensarlos. La calle permite regresar a lo básico, darle dimensión y perspectiva humana a la polis; construir desde el espacio público la posibilidad de la realización individual.

Reencontrarnos con la construcción del sueño colectivo es la herencia del manifestante en el 2011.

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