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Jacobo Zarzar Gidi

D E S P E R T A D

Cuando el Mesías llegó, pocos le esperaban realmente. "Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron". Muchos de aquellos hombres se habían dormido para lo más esencial de sus vidas y de la vida del mundo. "Estad vigilantes", nos dice el Señor. "Despertad", nos insistirá San Pablo -porque también nosotros podemos olvidarnos de lo más fundamental de nuestra existencia: ¿Por qué estamos en este mundo? ¿A qué venimos?, ¿Vamos bien o estamos errando el camino?, ¿Tenemos un plan de vida?, ¿Creemos en la vida eterna?

Preparemos el camino, y si advertimos que nuestra visión está nublada, es el momento de apartar los obstáculos y de discernir qué cosas nos separan del Señor, para arrojarlas lejos de nosotros. Eso requiere una gran fuerza de voluntad, pero, conseguirlo, rinde grandes satisfacciones. Examinemos a fondo nuestra alma. Allí encontraremos los verdaderos enemigos que luchan sin tregua para mantenernos alejados del Señor. Nos apartan del camino las comodidades y la avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se puede tocar. Los ojos del alma se embotan y la razón se cree autosuficiente para entenderlo todo, prescindiendo de Dios. Arrastrada por esa tentación, la inteligencia humana se considera el centro del universo, se entusiasma de nuevo con el "seréis como dioses" y, al llenarse de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios. No pasará mucho tiempo en que el soberbio se dé cuenta que las enfermedades, los achaques, la vejez y la muerte lo están esperando a la vuelta de la esquina.

Enderecemos los caminos de nuestra vida ahora que aún tenemos tiempo. Volvámonos hacia ese Dios que viene a nosotros. Preparémonos con la oración y con el Sacramento de la Reconciliación. "Velad, estad atentos, porque no sabemos cuándo vendrá el dueño de la casa". Salgamos con un corazón limpio a recibir al Rey supremo, porque está por venir y no tardará.

San Juan Crisóstomo exhortaba a sus fieles para que se dispusieran dignamente a recibir la Sagrada Eucaristía con las siguientes palabras: "¿Acaso no es un absurdo tener tanto cuidado de las cosas del cuerpo que, al acercarse la fiesta, desde muchos días antes prepares un hermosísimo vestido…, y te adornes y embellezcas de todas las maneras posibles, y, en cambio, no tengas ningún cuidado de tu alma, abandonada, sucia, desorientada, consumida por el aburrimiento de la vida sin sentido, y debilitada por el pecado?" ¡Encendámonos en el amor a Dios! ¡Sembremos vida cristiana a nuestro alrededor que tanta falta nos hace! San Buenaventura nos dice: "Acércate a la Comunión, aun cuando te sientas tibio, fiándolo todo de la misericordia divina, porque cuanto más enfermo se halla uno, tanta mayor necesidad tiene del médico".

Luchemos por vivir cada día en la Presencia de Dios. Hagámoslo en el trabajo, en la vida de familia y en las diversiones. Hablemos de Él en las calles, en las cárceles, en las reuniones sociales y en los hospitales. En cualquier actividad tengamos el corazón puesto en el Señor. Digámosle "no" al pecado. El Señor es el "Príncipe de la paz", y desde el momento en que nace nos trae un mensaje de paz y alegría, de la única paz verdadera y de la única alegría cierta. La presencia de Cristo en nuestras vidas es, en toda circunstancia, la fuente de una paz serena e inalterable. "Soy yo, no temáis", nos dice. Se pierde la paz por la soberbia, por la falta de sinceridad con uno mismo y con el Señor, y también por la impaciencia cuando no se sabe ver la mano de Dios providente en las contrariedades de la vida.

Somos bienaventurados cuando sabemos llevar la paz a quienes están afligidos y cuando servimos como instrumento de unión en la familia. El hombre que tiene paz en su corazón la sabe comunicar casi sin proponérselo, y en él buscan apoyo y serenidad los demás. Por el contrario, el amargado, el inquieto, el pesimista y el rencoroso, que carecen de paz en su corazón, destruyen lo que encuentran a su paso.

Ahora más que nunca, el mundo necesita la paz de Jesucristo. Quienes la promueven a su alrededor serán llamados hijos de Dios. Si somos hombres y mujeres que tienen la verdadera paz en su corazón, estaremos mejor capacitados para vivir como hijos de Dios y viviremos mejor la fraternidad con los demás. Intentemos pues en estos días de Adviento, fomentar la paz y la alegría, superando los obstáculos. Aprendamos a encontrar al Señor en todas las situaciones de la vida; también en los momentos difíciles.

El Señor se compadece de los que sufren y de los más necesitados. Cada página del Evangelio es una muestra de la misericordia divina. Meditemos en esa misericordia cuando suframos. Pero, si el Señor nos ha otorgado su compasión, nosotros no podemos "pasar de largo" ante el prójimo que sufre. Esa es la condición que Jesucristo pone para obtener de Él compasión y misericordia por nuestros males y flaquezas.

Vivimos en una sociedad deshumanizada. Muchas veces nos comportamos egoístas al desamparar a nuestros enfermos y ancianos. No nos queremos hacer cargo de ellos, y los dejamos prácticamente abandonados a su suerte, "porque son una dura carga". Son muchos los que transcurren los últimos años de su vida sin esperanza, sin consuelo y sin cariño.

Bienaventurados son aquellos que pueden decir al final de sus días: ¡Procuré siempre buscar y seguir la voluntad de Dios en todo lo que hice! El cumplimiento amoroso de la voluntad de Dios es, a la vez, la cima de toda santidad. Es aquí donde se demuestra nuestro verdadero amor a Dios, y también el grado de unión con Él, aunque hayamos arribado al final de nuestros días con la barca a punto de zozobrar, con el corazón desgarrado después de soportar tantos sufrimientos, y con el cerebro agotado al haber enfrentado un sinfín de contradicciones.

Quienes piensan que la obediencia es un sometimiento indigno del hombre y propio de las personas con escasa madurez, han de considerar que el Señor se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Cristo obedece por amor, por cumplir la santa voluntad de su Padre. Ése es el sentido de la obediencia cristiana, la que debe inspirarnos en todo momento. Sólo el humilde acepta gustoso otro criterio diferente al suyo -el de Dios-, al que debe conformar sus actos. De nada sirvió haber trabajado toda una vida en una obra humana si al hacerlo prescindimos del deseo de cumplir la voluntad de Jesús. Dios no necesita tanto de nuestros trabajos, sino de nuestra obediencia.

Si alguna vez nos toca sufrir mucho, al Señor no le ofenden nuestras lágrimas. "Dios sabe más" que todos los seres humanos juntos: los que han existido, los que existen y los que existirán hasta el final de los tiempos. Los hombres entendemos poco o casi nada de su modo paternal y delicado de conducirnos hacia Él. Después de un dolor profundo, después de esa oscuridad que nos envuelve y que parece no tener fin, a lo lejos descubriremos un nuevo amanecer en el cual Jesucristo dará consuelo a nuestras penas, llenando de amor, de luz y de esperanza nuestra vida entera.

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