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Campañas electorales y desconfianza ciudadana

Periférico

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

El dato es por demás revelador. De acuerdo con un estudio ordenado por la Auditoría Superior de la Federación a investigadores de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México, seis de cada diez mexicanos desconfían del manejo de recursos públicos y del desempeño de las instituciones de los tres niveles de Gobierno. Es decir, más de la mitad de la población no cree en sus autoridades.

Según el estudio titulado "Investigación sobre la percepción acerca de la transparencia, rendición de cuentas y fiscalización de los recursos públicos en México", cuyos resultados se publicaron en El Siglo de Torreón el miércoles 18 de mayo pasado, siete de cada diez habitantes de este país, califica como "muy mala" la labor de los gobiernos Federal, Estatal y Municipal en temas fundamentales como el combate a la pobreza y a la inseguridad y el fomento a la educación y al empleo.

En términos particulares, quienes quedan peor parados son los ayuntamientos, cuyas administraciones son consideradas "las peores" por un 28 por ciento de los encuestados; mientras que el 25.3 por ciento da ese calificativo a los ejecutivos estatales y el 23.4 por ciento al Gobierno Federal. La investigación, hecha en las cinco zonas metropolitanas más pobladas y de mayor influencia en el país, revela un fenómeno que ha ido creciendo en los últimos años: el divorcio entre la "clase política" y la ciudadanía, quien no encuentra en aquélla las soluciones de fondo que se requieren para hacer frente a los problemas que la asuelan.

La desazón y desconfianza hacia los gobernantes se deben, en gran medida, a la incapacidad de los "políticos profesionales" de construir liderazgos fuertes y honestos que logren hacer eco de los reclamos de la sociedad y conseguir así aglutinar en torno suyo a movimientos ciudadanos que empujen los cambios necesarios para corregir el rumbo de la República, la cual, en estos momentos, parece navegar al garete.

Las elecciones, requisito imprescindible de toda democracia, se han convertido en un mero trámite -dispendioso y superficial- para mantener a los grupos de siempre en el poder, quienes sin ningún escrúpulo se valen de los recursos públicos para crear clientelas que, a cambio de dádivas disfrazadas de programas sociales, se someten, por ignorancia o necesidad, a los intereses de quienes aspiran a asumir cargos de elección popular.

En este entorno, las campañas electorales se convierten en un juego perverso en donde los candidatos se valen de la incertidumbre de la sociedad para prometer cosas que, por ambiguas o inviables, no van a cumplir; sobre todo cuando son ellos mismos quienes, en los puestos que han asumido con anterioridad, han creado los obstáculos para impedir el avance del país, los estados y los municipios.

A una semana de iniciadas las campañas por la gubernatura de Coahuila, nada nuevo parecen ofrecer los contendientes con mayores posibilidades de triunfo. Entre la ambigüedad de los mensajes del aspirante panista, Guillermo Anaya, y el continuismo que ofrece Rubén Moreira, hermano del gobernador con licencia y dirigente nacional del PRI, Humberto Moreira, la ciudadanía no vinculada a ningún partido muy poco espacio tiene hacia donde moverse.

Hasta ahora, los candidatos se han centrado en exaltar sus supuestas virtudes, en denostar la figura del contrincante y en presentar una oferta política que redunda en los vicios del grupo privilegiado al que pertenecen. Es decir, su visión del ejercicio del poder es la misma de siempre: vertical, excluyente, sorda, parcial y manipuladora. Hasta el momento los aspirantes a gobernar la entidad no han mostrado un genuino interés por construir con la ciudadanía ese pacto social que urge establecer para plantar cara a los delincuentes que nos han robado la tranquilidad y nos han arrebatado el espacio público; para atajar de fondo el problema de la miseria; para erigir entornos urbanos menos hostiles hacia la naturaleza y las personas; para desarrollar una educación generadora de conciencia cívica y no de enajenación, y para impulsar un crecimiento equitativo de todas las regiones de la entidad. De seguir esta línea, no nos extrañemos que los niveles de participación en las urnas no rebasen, otra vez, el 60 por ciento.

Independientemente del resultado de la elección del 3 de julio, los partidos deben saber que la desconfianza ciudadana, manifestada en el estudio antes citado, se ha comenzado a traducir en hartazgo, tal y como lo evidencian las movilizaciones que se han llevado cabo recientemente en México y La Laguna contra la inseguridad que nos golpea.

Las protestas sociales que en los países árabes han provocado la caída de regímenes autoritarios y las movilizaciones iniciadas por las clases medias en países europeos como España, Italia y Grecia contra sus gobiernos y políticos, dan una idea de los alcances que la solidaridad ciudadana puede generar cuando las oligarquías se aferran al poder. Ya lo dijo Ikram Antaki en su libro "El manual del ciudadano contemporáneo": "las revoluciones estallan cuando un pueblo debe aguantar la autoridad de aquellos que ya no la merecen". ¿La merecen nuestros políticos? ¿La merecen los candidatos a la gubernatura? La respuesta creo que es obvia.

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