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¡ACORDÉMONOS!

Por: Jacobo Zarzar Gidi

Dedicado a nuestro querido maestro Dr. José Cervantes fsc, que hace ya muchos años, nos enseñó a rezar la oración del “¡Acordémonos!” Ayer leí una cita bíblica del Antiguo Testamento que me llamó la atención: “Cuando Abraham tenía noventa y nueve años se le apareció el Señor y le dijo: Yo soy el Dios Poderoso. Camina en mi presencia con rectitud (Génesis 17-1)”. Me llamó la atención porque volví a vivir mentalmente una bella escena de nuestra adolescencia cuando estudiábamos en el Instituto Francés de La Laguna. En aquellos tiempos -desconozco si sucede lo mismo ahora- cada vez que un hermano lasallista entraba al salón para darnos clase, todos nos poníamos de pie al escuchar que se anunciaba la bella oración del “Acordémonos” que dice así: “Acordémonos que estamos en la santa presencia de Dios” Y se respondía: “Adorémosle”. Era un momento muy especial que tan sólo duraba unos cuantos minutos, en los cuales alimentábamos el espíritu para fortalecerlo. Todo el grupo entrábamos misteriosamente en un miniproceso de reflexión espiritual que nos permitía sentir la poderosa presencia de Dios en nuestra existencia dejando a un lado las travesuras, la violencia del recreo, las distracciones y los malos pensamientos, convirtiendo al Señor de la Vida en lo más importante que tenemos. ¡Y era muy hermoso hacerlo! Cincuenta y cuatro años después, apenas lo estoy comprendiendo en toda su magnitud… Muchas veces nos preguntamos en la actualidad: ¿Por qué está el mundo así?, ¿por qué tanta inconformidad?, ¿por qué son muchos los que vagan sin rumbo ni dirección?, ¿por qué no amamos a nuestros semejantes?, ¿por qué tanta indiferencia para los que sufren?, ¿por qué los terribles abortos?, ¿por qué tantas familias destruidas?, ¿por qué las guerras, los divorcios y las violaciones?, ¿por qué las torturas y los atropellos a la dignidad de las personas? ¿por qué la tristeza y el miedo? ¿por qué avanza tan rápido en los hogares la pornografía?, ¿por qué muy pocas veces pensamos en la Vida Eterna? La verdad es que no encontramos respuestas, o tal vez no queremos encontrarlas. Si entendiéramos que siempre estamos en la presencia de Dios, deberíamos sentir vergüenza por lo que hacemos. Si camináramos en Su presencia con rectitud, sin ocultamientos, sin hipocresías y sin mentiras, todo sería diferente. Aunque nos esforzamos por hacer el bien, casi siempre terminamos haciendo el mal, y como consecuencia envejecemos nuestra alma cual rama seca.

Si tuviéramos la posibilidad, volveríamos el tiempo atrás, pero eso es imposible. Las horas desperdiciadas nos están cobrando factura. Cuando conocemos la vida de algunos santos, nos preguntamos ¿cómo es posible que dejáramos correr el calendario sin hacer algo parecido a lo que ellos hicieron? Tardamos mucho en comprender que el amor que se da a Dios y a nuestros semejantes es lo único que pudo habernos hecho felices. No fueron los títulos, ni la fama, ni las propiedades, mucho menos el dinero, porque todo eso se agota con el tiempo y finalmente desaparece. El Señor nos pedirá cuentas de cómo usamos nuestros dones. ¡Pobres de nosotros si los desperdiciamos! Seamos sordos a los odios y a las críticas infundadas, no nos ocupemos de ello porque la vida se pasa en un instante, y eso es perder el tiempo.

Cada uno de nosotros ha tomado en libertad el camino que ha querido. Si lo usamos para el bien se convertirá en un sendero bendito, y si lo usamos para el mal, las consecuencias están a la vista. Cada prueba que recibimos, a pesar de su impacto, es una oportunidad. Y de una injusticia puede nacer una esperanza, siempre y cuando tomemos en cuenta a Dios, porque sin Él, la vida no tiene sentido. La presencia es una necesidad del amor, y el Maestro, que había dejado a los suyos el supremo mandamiento del amor, no podía sustraerse a esta característica de la verdadera amistad: el deseo de estar juntos. Para realizar este vivir con nosotros, a la espera del Cielo, se quedó en nuestros Sagrarios. Una amistad profunda con Jesús ha ido creciendo en tantas Comuniones, en las que Cristo nos ha visitado, y en tantas ocasiones como nosotros hemos ido a verle al Sagrario. Allí, oculto a los sentidos, pero tan claro a nuestra fe, Él nos espera. En Él depositamos nuestras preocupaciones, le pedimos misericordia en las enfermedades y aliento en la desesperación. Es la mejor compañía en las soledades, y refugio en la incomprensión. Al sentir su presencia procuramos que su fortaleza sea nuestra fuerza y su luz nuestra esperanza.

Si en la vida únicamente buscamos nuestro interés, vivimos sólo para nosotros, pero si amamos a Cristo y nos unimos a Él, viviremos por Él y para Él. ¡Qué clara es su presencia cuando lo recibimos con una mirada limpia, llena de fe, sin rencores y sin envidias! Acudimos a Él como un enfermo al médico en busca de salud para poder seguir teniendo vida. Acudimos a Él como un ciego que camina en tinieblas y va tras esa luz que fluye de la eternidad. Como un pordiosero que se lanza tras la perla preciosa para enriquecerse. Como un miserable que se quiere levantar y no puede. Como el buen ladrón que necesita purificar su vida. El Santo Cura de Ars recoge en sus sermones la piadosa leyenda de San Alejo, y saca unas conclusiones acerca de lo importante que es “la presencia de Dios en nuestra vida”. Se cuenta de este santo que un día, oyendo una particular llamada del Señor, dejó su casa y vivió lejos como un humilde pordiosero.

Pasados muchos años, regresó a su ciudad natal flaco y desfigurado por las penitencias y, sin darse a conocer, recibió albergue en el mismo palacio de sus padres. Diecisiete años vivió bajo la escalera. Al morir y ser amortajado el cuerpo, la madre se dio cuenta que era su hijo, y exclamó llena de dolor: “¡Oh, hijo mío, qué tarde te he reconocido…!” ¡Tenemos tanto de qué pedirle perdón a Dios…! Transcribo la letra de una hermosa canción que nos lo recuerda: “Si hubiera estado allí entre la multitud que tu muerte pidió, que te crucificó, lo tengo que admitir, hubiera yo también clavado en esa cruz tus manos mi Jesús… si hubiera estado allí. Pensándolo más bien, también yo estaba allí. Yo fui el que te escupió y tu costado hirió.

Yo fui el que coronó de espinas y dolor tu frente buen Señor. Si hubiera estado allí, al pie de aquella cruz, oyéndote clamar al Padre en soledad, lo tengo que admitir, te hubiera abandonado dejándote morir.

Pensándolo más bien, también yo estaba allí. Yo fui el que te escupió y tu costado hirió. Pensándolo más bien, yo fui el que te golpeó y de ti se burló, yo fui el que te azotó y el que laceró tu espalda mi Señor. Pensándolo más bien, también yo estaba allí…”.

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