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¿Senectud en éxtasis?

ADELA CELORIO

Durante los primeros veinte años de mi matrimonio, excepto por viaje o enfermedad, todos los domingos comimos en la casa de mi suegro, quien viudo y generosísimo, recibía a sus siete hijos con sus respetivos cónyuges multiplicados por veinticinco nietos que jugaban en su jardín que era más bien un solar donde se acumulaban toda clase de fierros, llantas viejas, cacerolas oxidadas y todas esas cosas que ya no sirven para nada, pero que uno no se atreve a echar a la basura.

Los únicos lujos de aquel tiradero eran, un estanque de aguas verdosas con peces sobrealimentados por las golosinas que los chiquillos les arrojaban, una máquina que hacía palomitas y otra de helados, ingeniería de mi suegrito para asombro y alegría de sus nietos.

Para el gran día de Navidad, convivíamos en una mesa puesta con la vajilla de fiesta, donde comulgábamos con el bacalao y los pavos que salían dorados y crujientes del horno de aquel viejo amable y bonachón que era el abuelo.

Cuando llegó la hora, rodeado de sus hijos se despidió de la vida sonriente y agradecido. Así era antes, cuando la gente aceptaba que como las flores y los frutos, como los planetas mismos, los seres humanos estamos perfectamente diseñados por la naturaleza para nacer, crecer, multiplicarnos y morir.

Había quien lo aceptaba dócilmente, pero también quien se rebelaba; porque la vejez es un hecho que siempre nos toma por desprevenidos y en el alma de todo viejo hay un joven sorprendido preguntándose ¿qué pasó?

Hijos, padres, abuelos... así más o menos giraba la rueda de la vida hasta que caímos en las soflamas de moda que aseguran que si no fumamos ni bebemos, que si nos alimentamos sanamente, meditamos, hacemos yoga, tomamos omega tres, ácido fólico y qué sé yo qué cosas más, pronto alcanzaremos un promedio de vida de ciento cincuenta años.

¿Cómo para qué? Digan lo que digan, envejecer plácidamente gozando el respeto y el apoyo de la sociedad, se ha vuelto francamente difícil en una sociedad donde el culto la juventud ha llegado al ridículo de temer hasta pronunciar la palabra viejo o anciano, tanto como para disfrazarlas de eufemismos artificiosos como eso de adultos mayores o personas de la tercera edad, que viene siendo el mismo gato, pero revolcado.

Envejecer resulta hoy tan amenazante, que tratamos de exorcizar los años con viagra, con botox y con tantos productos que nos ofrecen la juventud en pomitos; aunque para mi gusto lo que estamos consiguiendo es una sociedad de monstruos. La indiscutible verdad es que cada uno trae inscrito en sus genes el tiempo que permanecerá en esta vida, y es mejor aceptarlo y más bien preocuparnos por la calidad de cada día; porque eso es lo único que sí está en nuestras manos.

Es indudable que así como pasamos los días, así llegamos a viejos (si es que llegamos) y por lo tanto, si hemos sido timoratos, perezosos o negativos desde los quince años, acabaremos siendo uno de esos terribles viejos que terminan sus días amargos, egoístas, y escondidos para que nadie vea esculpido en su cara el disgusto de haber vivido.

La madurez exige cuentas a cada uno de su propia condición humana, de hasta qué punto hemos sido conscientes de disfrutar del cuerpo en cada una de sus etapas.

Quizá el placer de la madurez, sea esa suerte de sabiduría y serenidad que nos permite distinguir qué es lo importante y qué no lo es. Es entender que si el paraíso existe, es interior y tiene que ver con la forma en que elegimos nuestros pensamientos. Es reconocer que lo más gratificante de la vida no nos viene de las cosas que poseemos sino de las relaciones que establecemos con los demás.

Tengo que confesar que pensar en estas cosas no me entusiasma demasiado, y si lo hago ahora es porque hoy es el día de los abuelos y por supuesto de los viejitos, y por más que uno se niegue, llega el momento en que hay que reflexionar sobre eso.

Pasé mi juventud siendo una idiota y el resto de la vida intentando inútilmente dejar de serlo. Lo bueno que me han dado los años -que tampoco es para echar cohetes- es que ya no me preocupa ni lo uno ni lo otro. He empezado -bien tarde, pero ni modo- a aceptarme como soy, y más que mirarme el ombligo, empiezo a mirar el mundo, a distinguir un manzano de un alcornoque, a entender que la vida no es una película de Hollywood que termina siempre con un beso, sino una serie interminable de incertidumbres, inseguridades y sorpresas.

Descubrí también que sólo aquello que depende de mí y pongo en ello todo mi empeño, saldrá - con suerte- como yo quiero; aunque quizá más delante descubra que no era eso lo que quería. En resumen, creo que he aprendido a aceptar con serenidad el lugar que me corresponde -un grano de arena en la playa- dentro del gran orden del universo, aunque nada de lo aprendido me sirve para aquietar mi corazón que sigue retozando como un chamaquito.

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