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El narco y la prensa

Plaza pública

MIGUEL ÁNGEL GRANADOS CHAPA

 I Smael Zambada, El Mayo, propuso esta fantasía a Julio Scherer:

"Un día decido entregarme al gobierno para que me fusile. Mi caso debe ser Ejemplar, un escarmiento para todos. Me fusilan y estalla la euforia, Pero al cabo de unos días vamos sabiendo que nada cambió...El problema del narco envuelve a millones. ¿Cómo dominarlos? En cuanto a los capos, encerrados, muertos o extraditados, sus reemplazos ya andan por ahí".

Es, ciertamente, un alegato en causa propia, que fortalezca la posición de millones de personas que saben o suponen que no es sólo mediante la guerra a balazos destinada a aprehender o matar a los jefes de las mafias del narcotráfico como se puede controlar ese fenómeno global que en nuestro país ha provocado más de 16 mil muertos en los tres años recientes, más que en ninguna otra parte por igual motivo. Pero es también una opinión, un punto de vista que emitido por un partícipe central de ese ruin mercado en México debe ser conocido públicamente para una comprensión cabal de ese flagelo, tan costoso en tantos términos para los mexicanos.

¿Es válido, ética y periodísticamente, dar voz a los jefes del narcotráfico, como lo han hecho la revista semanal Proceso y su fundador Julio Scherer García, que aceptó ser trasladado hasta un lugar secreto en cualquier punto del país, y allí el periodista lo entrevistó? Notoriamente, esa publicación y quien la dirigió durante veinte años contestan afirmativamente a esa pregunta. No lo hacen sólo ahora. En sus páginas, el propio Scherer ha publicado entrevistas (que después se convirtieron en libros exitosos) con Zulema Hernández, mujer de El Chapo Guzmán durante su estancia en el penal de alta seguridad de Occidente; y con Sandra Ávila, la Reina del Pacífico, prisioneras ambas por delitos "contra la salud" como todavía, pudibunda y ambiguamente se llama a los relacionados con la producción, distribución y venta de droga.

Al aceptar ir al encuentro de Zambada, cuyo hijo Vicente (uno de sus primogénitos, condición que no es rigurosamente errónea y en cambio adquiere sentido porque tiene seis familias), Scherer no titubeó. Tampoco pensó que pudiera tratarse de una trampa, tendida para causarle daño a él mismo ("me sé vulnerable y así he vivido"). No lo asaltaron otros dilemas que atosigan a la prensa, sobre todo en el norte de México, algunos de cuyos miembros, en épocas, han optado por el silencio generado por el temor, y otras han resuelto publicar sólo la información oficial, que no siempre coincide con la realidad, tal como lo mostró de modo paradigmático, pero no único la ofrecida sobre los dos ingenieros que hacían sus posgrados en el Tec de Monterrey y presentados como sicarios, es decir como combatientes contra el Ejército.

El viaje de Scherer y la publicación de sus resultados se insertan en un contexto cuyos componentes han sido enfrentados con valor por el reportero que no ha dejado de serlo desde que se inició en ese oficio hace sesenta años. Aunque no lo pensara, pudo haber sido una celada que le tendiera el poseedor de algunos de los intereses creados puestos de manifiesto por su trabajo (el personal o el que ha prohijado). Pudo haberse convertido también en el señalador de su convocante, su delator en última instancia, si los servicios de Inteligencia gubernamentales, que se dicen tan activos, hubieran descubierto la causa y el destino de su viaje, extremo a que también podría llegar si en su texto ofreciera indicaciones útiles a tales servicios y a sus brazos armados.

"Inevitablemente debería contar las circunstancias y pormenores del viaje -reflexionó antes de emprenderlo-, pero no podría dejar indicios que llevaran a los persecutores del capo hasta su guarida. Recrearía tanto como me fuera posible la atmósfera del suceso y su verdad esencial, pero evitaría los datos que pudieran convertirme en un delator".

Habrá quien quiera actualizar esas posibles consecuencias. Al publicar en la portada (que Reforma reprodujo ayer) una foto de Zambada con el periodista podría ocurrir que la Procuraduría General de la República citara a Scherer para lograr información que las policías federales ni el Ejército han conseguido. De ese intento el periodista puede resguardarse por el secreto profesional. Pero dado que la PGR ejerce tanto funciones políticas sectarias como las del Ministerio Público, definidas como de buena fe, alguna conciencia malévola podría iniciar una averiguación previa por apología del delito como no faltó quien sugiriera respecto de la revista Forbes cuando, más conocedora de los circuitos del dinero que las autoridades mexicanas lo clasificó el año pasado por primera vez entre los hombres más ricos del mundo.

No es una suposición extravagante. Proceso es una publicación ingrata al Gobierno. Eso importaría poco porque el periodismo no se ejerce para ganar simpatías. Adquiere relevancia esa actitud no sólo por el retiro de la publicidad oficial, lo que no se hace con otras revistas sino por un ánimo ostensible de vincular a Proceso con el narcotráfico. Ofreció un ejemplo fehaciente de esta posición la Secretaría de Seguridad Publica cuando en julio del año pasado, al presentar a integrantes de la Familia Michoacana en uno de los actos espectaculares que acostumbra la Policía Federal incluyó, junto a armas cortas y largas, paquetes de cartuchos y aparatos de comunicación, ejemplares de Proceso como si fueran parte del arsenal de esa banda.

Esa posibilidad eleva el valor del trabajo periodístico.

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