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Más allá del desierto

Las laguneras opinan...

LAURA ORELLANA TRINIDAD

Este año ha sido uno de los más difíciles de la última década: a las dificultades económicas agudas se añadió el ingrediente de la violencia, combinación explosiva que se siente en el diario acontecer de la región. Sin embargo, estas fechas nos sirven para que la esperanza se renueve, por eso quisiera compartir la reflexión que realicé hace unos días para presentar el último libro de la escritora lagunera Yolanda Natera, Más allá del desierto, pues precisamente habla de los eternos contrastes: muerte/vida; alegría/tristeza. El personaje principal -Yolanda- transforma el dolor de la muerte de Eugenia, por el recuerdo de una profunda amistad. Ojalá que los dolores colectivos y personales también podamos mudarlos en algo diferente, en paz y justicia para nuestro país.

"La muerte y su inefable dolor han sido los impulsos más significativos para poetas y novelistas. La muerte del amigo, del padre, de la hija, del ser amado, se conjura pródigamente a través de la escritura. Conservamos la antigua reflexión de la vida y la muerte de Jorge Manrique a través de Las Coplas por la muerte de su padre (Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte contemplando cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando...); se nos desgarra el alma con Algo sobre la muerte del Mayor Sabines, de nuestro poeta chiapaneco; Ramón Sijé nunca pensó que sería el destinatario de uno de los poemas más hermosos en lengua española, escrito por su amigo, Miguel Hernández (Yo quiero ser llorando el hortelano, de la tierra que ocupas y estercolas...); García Lorca lamenta la partida de su amigo, el torero Ignacio Sánchez Mejía (¡Que no quiero verla! Dile a la luna que venga, que no quiero ver la sangre de Ignacio sobre la arena...). Isabel Allende escribe a su hija Paula, mientras la cuida en el hospital en el que finalmente fallece. Recientemente Gilberto Prado publicó Dolor de ser isla, poemario motivado, según dijo él mismo, por la muerte de su madre. Sólo menciono los más cercanos a mí, pero todo aquel que posee el don de la escritura y tiene una pena de muerte, desea expresar su amor, su amistad, su cariño de esta manera. Y Yolanda no es la excepción, ahora ella misma señala: "Me surgió la necesidad de escribir recuerdos, vivencias compartidas con Eugenia y el grupo de amigos aquel agosto. Después de su muerte, apareció este impulso. Vienen los recuerdos y escribir es una forma de evitar que se entierren en el fondo de la tierra, como se hace con los muertos". (p.30).

En realidad, no son poemas o narraciones sobre la muerte, sino sobre su contraparte, la vida. Por eso Yolanda, autora y personaje de esta novela, le dice al final a su amiga: "esta es una novela sobre la amistad, Eugenia. Y no tanto sobre la muerte". Es una narración de la amistad de Yolanda con Eugenia, que en griego significa, la "bien nacida".

Más allá del desierto, es la filosofía de vida de la autora/personaje, el código de ética que comparte con Eugenia, con sus amigos; los guiños que establece con los suyos.

Uno de estos elementos, es la reflexión que hace la narradora sobre su propia escritura, sobre el proceso de escribir. No es casual: fue a Eugenia a quien la autora se atrevió a mostrar sus primeros textos: la alentó, aunque también le hizo comentarios críticos, constructivos, no como aquellos "lancetazos de abejorros eruditos" que Yolanda tuvo que soportar en su formación como escritora. De muchas maneras, la amistad entre Eugenia y Yolanda atraviesa la escritura y la lectura: se percibe que están íntimamente intrincados. Quizá por ello, la autora constantemente revela sus procedimientos, su discernimiento. Parece responder a preguntas como: ¿Por qué escribo sobre Eugenia? ¿Qué siento al tomar la pluma y comenzar a escribir aquello que me acongoja? ¿Acaso hay señales de Eugenia que es necesario interpretar para saber si debo continuar escribiendo? Con la escritura nos apartamos del mundo, del tiempo, de un lugar determinado, dice Yolanda:"Es una mañana de silencio. De esas mañanas sin horario que dedico a escribir. Entonces siento que me salgo del tiempo y existo en un espacio aparte, donde surgen letras, palabras, vivencias, ocurrencias. Una mañana sin reloj, donde fluyo sin tiempo. Dentro de un momento, me sentaré a escribir, me introduciré a ese espacio intemporal". (p.59).

Y a la escritura, como a la vida, también hay que respetarla. Por eso la autora se pregunta una y otra vez: ¿qué significado tiene que la narración sobre el accidente de Eugenia se haya borrado de la computadora? Escribir confronta, es, como dice ella, "volver a pasar por el corazón lo vivido", lo experimentado. Por eso comparte sus dubitaciones: "Desde hace semanas hay cierto desasosiego en mí, pues me acerco a narrar lo más doloroso de estas vivencias (...) Voy a escribir sobre el accidente automovilístico y suceden accidentes a mi alrededor (...) Quizá no deba seguir escribiendo, pensé. Si para mí es una carga emocional, un reto tormentoso, describir el accidente automovilístico, todo lo que sentí y viví aquel día (...) Se me borró el escrito cuando hablaba sobre accidentes". (p.137-143).

La escritura duele, pero también libera.

La escritura recoge los pedazos, las cosas, para darles un sentido. Un peine abandonado, unas sandalias vacías y olvidadas, unos aretes. Objetos que cobran vida ante la muerte. Y yo me pregunto: ¿Qué objetos concretos, de la vida cotidiana, nos dolería encontrar de alguien amado que se marcha, para no volver más? "Otros aretes de Eugenia, como una larga gota de piedra color vino tinto, quedaron olvidados en un cajón de una recámara, aquel día, cuando Enriqueta, Magda y yo empacábamos las pertenencias de Eugenia. Su ropa, sus sandalias, su cámara fotográfica (...) Todas esas cosas regresaron a España sin su dueña. De un día para otro, Eugenia no existía. Quedaron esos tristes aretes, como una lágrima de vino tinto, que encontré en su cajón". (p.60).

En diversos momentos de la narración, Yolanda describe fotografías: "...un momento de vida, una imagen fijada en un papel. Lo que fue, lo que no se repetirá". O como dice en otra situación, "Lo vivido no vuelve". La fotografía, parece decir, detiene el flujo del tiempo, lo paraliza, pero también lo recrea. La fotografía es tiempo muerto, ido, pero que al mismo tiempo nos devuelve la vida: "Después de haber cenado paella y en medio de alguna anécdota, Carmen tomó las fotos. Eugenia aparece sonriendo, con aquella sonrisa muy suya, amplia, abriéndose al mundo (...) Eugenia al lado de Magda, mi vecina, con quien salía a caminar algunas mañanas al parque. Eugenia sentada y Magda de pie; Eugenia recargando su cabeza sobre el brazo de Magda, con aquella actitud de acercamiento y contacto que tenía hacia sus amistades (...) La amistad es una forma de contacto". (p.78).

Yolanda acentúa aquello que la unió con Eugenia: los viajes. Así comienza la novela: "Recuerdo una imagen de su último viaje. Eugenia mirando el cielo del desierto. Eugenia sonriendo, caminando, girando entre el aire puro". Es el viaje, en su sentido literal y metafórico, el camino que emprendemos, especialmente al encuentro con el otro, el diferente, el diverso, el digno de la expresión de sensibilidad. Eugenia es sensible, y Yolanda no deja de subrayarlo. Se le nota cuando recorre nuestra región en sus extremos: de las casas de tierra a Montebello. "Duele ver estas diferencias, dijo Eugenia. Sacude ver las diferencias extremas, intervino Carmen". Pero también la encontramos disfrutando de los puestos llenos de colorido de la Alianza, y de los enigmas de la región: desiertos, montañas y cactus. Por eso se entusiasmó ante la idea de conocer las pozas de Cuatrociénegas, el que sería su último viaje. Eugenia viajaba sola y consigo misma: "Viajo conmigo misma. Viajo contigo. Sola y acompañada. Lo uno incluye todo. Como una esfera incluyente. Sencillo y complejo: sola y acompañada: partes de un todo. Miro las hojas de un árbol: se mueven con el viento, caen y renacen, en su ciclo ordinario. Y dentro de cada hoja, tantos elementos, diversidad de energías. La complejidad. La vida". (p. 15).

Y la muerte significa: "Nunca más una visita, nunca más un viaje. Eso es la muerte".

La escritura reúne las nociones de muerte de Yolanda: "¿Qué es la muerte? Un recuerdo de vida segada. Una existencia que se corta repentinamente como una hoz. O una vida que se machaca, con movimientos pausados, como un tomate en el molcajete en la cocina del universo. Algo que era y deja de ser en esta vida. La muerte es una palabra de amplio contenido y una vivencia de múltiples formas. Y son también las imágenes de José Guadalupe Posada quien en sus grabados pretende jugar con ella. Pretende". (p.38)

Sí, Yolanda, Posada pretende reírse de la muerte, porque en realidad duele. Y yo quisiera consolarte hoy de alguna manera, decirte, ¿qué es la escritura sino muerte? El momento de tu escritura ya pasó, fue fugaz. Pero tiene la cualidad de renacer en cuanto un lector, nosotros, pasemos la mirada frente a lo que has escrito. Y Eugenia seguirá viajando, por Grecia, por la sierra Tarahumara, por Torreón, contigo y consigo misma. Caminará por las calles de Barcelona y por el parque de Lerdo; le regalará a Blanca una blusa con dos gatos juguetones; comerá paella en casa de Carmen y ella sacará su cámara fotográfica para recordar esa noche: quedará una imagen de Eugenia, abrazando a Magda, tal y como lo describes. Disfrutará, cada vez que leamos, aquella fiesta realizada en su honor; cenará mole poblano y chicharrón en salsa verde, que Jorge prepara con tanto esmero. Y sí, también Eugenia volverá a bajarse del coche, en pleno desierto, en el desierto que antes fue mar, a girar sobre sí misma, llena de vida. Y tú recordarás los detalles del accidente, que no hacen más que acentuar la delicadeza de la vida. Y dirás nuevamente, con Alberto Caeiro: 'Vale la pena haber nacido, sólo por oír pasar el viento'".

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