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La hidra de Heracles

GILBERTO SERNA

Ocupó el cargo de Director General de la Lotería Nacional tan sólo 67 días, pues acaba de ser separado. Su efímera estancia en las oficinas de la encargada de realizar sorteos es parte de la picaresca política de nuestro país. No se va a su casa porque carezca de capacidad, como su designación no obedeció a que hubiera demostrado tener las dotes que debe reunir quien dirija esa paraestatal. Sus méritos no tuvieron nada que ver, como no fueran los de su cercanía con una influyente profesora. Es la historia que se repite en todos los órdenes burocráticos. Te harás cargo de esa oficina, no porque hayas demostrado espíritu de servicio, sino porque ahí serás útil a mis planes teniendo como única obligación la de obedecerme ciegamente. Mientras sigas mis órdenes al pie de la letra nadie te molestará. Muéstrate sumiso, carente de iniciativa propia y harás carrera.

No permitas que a tu alrededor se prohije el escándalo, para lo cual no te muestres cual eres. No te equivoques, de todos modos eres vulnerable si cometes errores garrafales en el desempeño de tu comisión. El único medio de que seas despedido es que expongas al grupo a la maledicencia pública. En fin, ya se veía venir. La eliminación no es temporal, aunque así lo diga el interesado, pues como un chiquillo travieso cometió el disparate de no sopesar la importancia de una proposición indecente que hizo a una empresa periodística cuya seriedad está fuera de toda duda. Era además el ofrecimiento de un arreglo vulgar, tosco y chabacano. Por eso su salida tiene todos los visos de ser definitiva, lo que es más, cabe pensar, que es un cese que se pretende disfrazar de alejamiento temporal. Ofrecía a cambio de propaganda, en favor de los candidatos de un partido político, una suma millonaria. Había que sacarlo cuanto antes de la labor encomendada, para acallar el vocerío que se soltó a partir de que se supo de su malhadado quehacer. Se fue, sí, pero su ocurrencia de repartir dinero que no era, ni es suyo, no puede ni debe quedar únicamente en su defenestración.

Es necesario que se llegue hasta las últimas consecuencias. Que se le corrija mandándolo a su casa está bien, pero no es suficiente. Hay que poner un hasta aquí a los que indebidamente disponen de dineros públicos. Un procedimiento judicial dirigido a castigar su conducta por los delitos en que incurrió, es necesaria si se quiere poner fin a la impunidad con la que obró este señor. No es la primera vez, ni será la última, en que un político se acerque a los funcionarios públicos a pretender que el periódico sirva a sus intereses particulares mediante tal o cual ofrecimiento. Lo malo para Miguel Ángel Godínez fue que el asunto se ventilara públicamente en fechas cercanas a un periodo de elecciones. No es bueno para el partido al que pretendió favorecer, ni para sus candidatos. Hace algunos años ese mismo instituto político se vio favorecido con una crecida votación porque sus contendientes habían caído en el descrédito.

Uno de los candidatos que aceptó contender por un distrito electoral, donde su partido era común que perdiera, se sorprendió cuando obtuvo votos en cantidad que nunca soñó, obteniendo la curul de Diputado Federal por el desprestigio en que la opinión pública consideraba a sus oponentes. Estos casos en que se dice que Dios castiga sin vara ni cuarta puede que la justicia se haga la desentendida, pero es en las urnas donde el ciudadano encuentra el desquite. Eso lo saben los partidos políticos por lo que en estos asuntos lo mejor es cortarle de inmediato la cabeza al político que no supo hacer su trabajo. Y es aquí donde Juan Pueblo se hace la siguiente reflexión: es tal la corrupción de ciertos cuadros políticos, la que ha durado muchos años, que no habrá quién pueda algún día acabar con ella. Es como la mítica hidra a la que Heracles le cortaba una de sus ocho cabezas y le crecían dos nuevas. La corrupción es como una hidra que se reproduce apenas la tocan. Lo peor es que echaron a la calle a uno, pero otros vendrán a ocupar su lugar como los tentáculos de un pulpo, al que habría que cortarle, de una vez por todas, la abultada testa, si se quiere acabar con la costumbre de saquear las arcas públicas.

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