El deán de la catedral estaba triste: ya no tenía dinero para hacer los vitrales de la catedral. A San Virila le afligía la tristeza: en su opinión el Reino del Señor es de alegría. Así, se colocó frente a los ventanales huecos e hizo un ademán. Los rayos del sol occiduo se irisaron en colores y matices, y con su luz cambiante se formaron los vitrales de la catedral.
-¡Oh maravilla! -exclamó el deán lleno de emoción-. ¿Qué puedo hacer, Virila, para corresponder a este milagro?
Respondió el santo:
-Trabaja ahora tú para poner ventanas en las casas de los pobres. Ningún milagro del Cielo vale si no se convierte en milagros de amor sobre la Tierra.
¡Hasta mañana!...