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Más Allá de las Palabras / Mis nietos

Jacobo Zarzar Gidi

La vida ha sido generosa conmigo. Tengo siete nietos que encienden mi alma cada vez que los veo. No me canso de dar gracias a Dios por habérmelos regalado. Cinco de ellos viven con sus padres en otras ciudades de la República. Por supuesto que los extraño mucho. Me hubiera gustado que mis hijas al casarse vivieran en la misma cuadra donde se encuentra mi hogar. Pero, así es la vida. Los hijos son como las aves que al emprender el vuelo, no sabemos a dónde van a parar. Lo importante es que mis hijas sean felices con sus esposos y eduquen cristianamente a todos mis nietos.

Cada vez que los pequeños vienen a visitarme -unos de La Piedad, Michoacán y otros de Tampico- me abrazan y me dicen que me quieren, y yo les contesto lo mismo. Para mí, ellos son como la sangre nueva que mi cuerpo necesita, son destellos de alegría que en mis tardes de tristeza me reaniman, son el motivo y la razón por la cual no me siento cansado.

Al llegar de viaje, miran y revisan mi casa como si fuera la primera vez que la visitan y corren presurosos al cuarto del sótano donde conservo los juguetes, aquéllos con los que jugaron sus padres, hace ya muchos años, cuando todavía eran niños. Un día, al estarse ellos divirtiendo, cuando toqué la puerta del cuarto donde los habíamos alojado, mi nieta Ivonne de tan solo cinco años de edad, me contestó: “Abuelo, no te podemos abrir porque tenemos un gran tiradero’’. Ella sabe que me molesta el desorden y que cuando lo veo, me pongo yo mismo a recoger todo lo tirado.

Mi nieto Carlos de tan solo tres años de edad, cada vez que va al colegio le pide a su mamá que lo peine y le ponga loción para caballero. Con toda seguridad “está quedando bien’’ con alguna de las niñas que estudian en su mismo salón. Cuando lo vi la última vez, me dijo que quería matar al lobo feroz. Lo miré tan convencido, que le dije: “No hijo, los lobos no son malos, los que son malos son los que los matan; debemos protegerlos para que la gente no les haga daño, son criaturas que Nuestro Padre Dios ha hecho con una gran perfección’’.

Se quedó pensativo, y luego me contestó: “No abuelo, ese lobo que yo quiero matar, es muy malo’’. En ese momento comprendí que mi nieto, con esa gran imaginación que tienen los niños, lleva grabada en su mente la imagen del lobo feroz que aparece en los cuentos de “Caperucita Roja’’.

Me da mucho gusto cada vez que mi hija me habla por teléfono para decirme que mi nieta Ivonne sabe leer desde los cuatro años de edad, y que está avanzando bastante en sus clases de piano y de ballet. Me siento también muy orgulloso al enterarme que ella y Carlitos ganaron un reñido primer lugar en natación.

Su hermanita Giselle, de tan solo un año y dos meses de edad, se la pasa observando a los mayores, y acostumbra ponerse las manitas en la cara simulando que llora al pensar que no le hacen caso. Al ver sus ojos brillantes y su inocente sonrisa, me doy cuenta y exclamo en voz alta “que su presencia entre nosotros es un verdadero regalo de Dios’’. Cada vez que mi nieto Carlos se regresa a La Piedad, después de haber pasado algunos días con nosotros, me abraza, me dice que me quiere mucho y me pide que me incline para darme su bendición.

El otro día, Carlos me mandó decir que únicamente tenía dos amigos que eran: un compañerito de su clase y su abuelo Jacobo. Cuando escuché eso, se me nublaron los ojos, y pensé en mis padres que desgraciadamente no pudieron conocer a mis nietos. Todos los días le imploro a Dios Nuestro Señor que les otorgue salud y larga vida junto a sus papás, aclarando que para mí nada pido. Cuando me siento cansado de tanto batallar en la vida -como algunas veces le puede suceder a usted-, dedico unos minutos al día para recordar a mis queridos nietos. De esa manera recargo baterías y recobro fuerzas para seguir adelante.

Mi nieta Gina -de cuatro años- y su hermano Carlos -de año y medio- que viven en Tampico, pronto vendrán de nuevo a visitarnos. ¡Ojalá que lo hagan mucho antes de que la higuera de mi jardín deje de dar frutos! Cada vez que llegan a la casa de visita, piden con insistencia que abra la puerta del ropero y les enseñe mis juegos de magia, aquellos que adquirí hace ya mucho tiempo para entretener a mis nietos. De esa manera nos divertimos bastante, sobre todo al observar la cara de asombro que ponen cuando desaparezco la moneda entre mis manos, o cuando paso mis dedos sobre la esfera de cristal en donde se encuentra el mago Merlín.

Yo sé que más adelante, algún día, cuando pase el tiempo y sienta que mi atardecer se aproxima, seleccionaré a uno de mis nietos para entregárselos todos. Posiblemente escogeré al que más se interese por ellos y mejor los cuide. Me siento muy contento de saber que mi nieta Gina, después de estudiar en el Colegio Americano de Tampico, de tomar clases de natación y de divertirse con sus amiguitas, acude al trabajo de sus padres para ayudarles un poco en lo que pueda.

Mi nieta Linda de dos años de edad y su hermano Gerardo -de tan solo tres meses- viven a siete cuadras de mi casa. La niña es la estudiante más pequeña inscrita en el Instituto Cumbres de Torreón que dirigen espiritualmente los sacerdotes que pertenecen a la orden de Los Legionarios de Cristo. Junto con sus compañeritas, Miss Lulú les enseña los colores, las figuras, las letras y los números... pero lo más importante de todo es que ella está aprendiendo a rezar.

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