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Festival

Adela celorio

Allá en la pequeña ciudad de provincia donde antiguamente yo era jovencita, pertenecer a una familia respetable, era un aval. Por entonces, decir que una persona era decente tenía que ver con atributos como honestidad, sentido de justicia, honradez, decoro y buen juicio. Se consideraba gente de bien a quien respetaba a sus padres, educaba a sus hijos con el ejemplo, pagaba sus deudas, y honraba su palabra más aún que su firma. Se requerían muchos años de trabajo, con frecuencia más de una generación para consolidar una empresa, y la superioridad moral y social, sólo se reconocía a quien había demostrado tener una convivencia respetuosa con sus semejantes y estar comprometido con su comunidad. Nunca por su riqueza o poder, mucho menos el poder político. La ostentación o simplemente la mención de dinero se consideraba una señal de inferioridad moral.

Siempre hubo chusma adinerada en la política, pero no eran bienvenidos entre la gente respetable y muchísimo menos encompadrados. Eso de la revolufia vino después, cuando algunas familias empobrecidas accedieron a emparentar con la chusma política y sus abultadas cuentas bancarias en Suiza. Con estas alianzas se relajó la consistencia moral y se abrieron las puertas de la gente de bien para que se infiltraran los adinerados, sin exigirles previamente el aval de una familia respetable o al menos una carta de buena conducta.

Y así fue como llegamos a este momento en que el dinero, sin importar su procedencia, ocupa el lugar más alto de la post moderna escala de valores. Para acabar de poner las cosas al revés volteadas, el poder de los políticos adquirió derecho de impunidad, con lo que la honestidad y la vergüenza pasaron a ser atributos de lujo.

Tengo una pequeña huerta donde un jardinero chambón, insiste en que no hace esto ni lo otro, pero que es honrado y no me roba. No logro convencerlo de que no puede cobrarme impuesto de lujo por no robarme. Los jóvenes que aprovechan la luz roja del semáforo para “limpiar” parabrisas, insisten en que los automovilistas debemos pagarles porque al menos no andan por ahí robando.

Habituados a la deshonestidad y a la corrupción; la decencia se ha convertido en un bien lujoso y superfluo. Las nuevas generaciones han aprendido a valorar el éxito en términos económicos. Necesitan de lujosos condominios, autos, viajes, y ropa de marca para apuntalar su autoestima. Quienes nacimos en una sociedad con otros referentes, hemos quedado sin alternativa ante el poder del dinero. Como quien dice vivimos a régimen de ajo y agua (a joderse y a aguantarse) Ante tan cruda realidad, un suceso como el que se dio la semana pasada en una casa de cultura de esta capital, nos permite concebir un frágil brote de esperanza.

Resulta que entre gritos de ¡Fuera Pederastas! “Aquí todos somos Lydia” y: “Eres un maldito corrupto”, como le espetó al Góber en su preciosísima jeta una mujer, justo antes de que sus escoltas lo sacaran –por la puerta de atrás- a la calle entre empujones, cubriéndole la cabeza con hojas de papel para impedir el banquetazo gráfico que se daban las cámaras digitales que hicieron su aparición de inmediato.

El Gober salió por piernas sin poder siquiera cortar el listón inaugural del “Festival Viva Puebla”, a donde llegó esperando seguramente en imprimirle glamour al evento con su presencia. Aunque arribé con retraso, aun tuve tiempo de compartir la alegría con que la gente festejaba: “lo corrimos” “lo corrimos”.

Si quienes están obligados a impartir justicia permiten que individuos como el Precioso sigan dando ejemplo de impunidad, somos los ciudadanos mismos quienes debemos condenarlos al desprecio y a la marginación social. [email protected]

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