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¿Qué es el “costo político”?

Carlos Monsiváis

Al hablar de la reforma energética que es más bien privatización, Santiago Creel, el senador y dirigente histórico de Acción Nacional, afirma: “Estamos dispuestos a pagar el costo político de nuestra acción. “¿De qué está hablando? ¿De la decisión arriesgada, y tanto que implica necesariamente un pago abundante, y que se traduce, también de modo necesario, en la pérdida de votos porque nunca se logrará convencer de la justicia del proyecto a un sector hasta ese momento adicto? ¿De algo que si resulta una maniobra equivocada probará hasta qué punto mejor lo hubieran pensado un ratito? Lo más probable es que, como de costumbre, el senador Creel, al que en su propio partido han tildado de hombrecito, se esté refiriendo a nada, ese concepto que proviene del limbo una vez que los medios concluyeron la entrevista.

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¿Costo político? ¿En qué estaban pensando los perredistas al embarcar a su partido en un desastre de diversas maneras irreparable? Ya se sabe: la ausencia de autoridad moral no despoja de sentido o de precisión a críticas y pronunciamientos, pero sí de alcances auditivos. ¿Qué dijo el de los autogolpes? El sector víctima de fraudes colosales en 1988 y, ya como partido, de la operación fraudulenta de 2006, ¿cómo explica, digamos, ese “cochinero” (la palabra de moda) de los cien mil votos mágicos en Chiapas, o de la irrupción del “maná electoral” en Veracruz y Oaxaca de Ruiz y el Estado de México? (información coladera: Oaxaca llevará lo “de Ruiz” a partir de una encuesta histórica entre priistas y panistas).

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¿Cuál es el costo político que paga el PRI por, elijo algunos ejemplos, Acteal, Aguas Blancas en Guerrero, Fobaproa, la serie infinita de caciques y presidentes municipales caciquiles, los ecocidios (la tala de bosques, verbigracia), y los enriquecimientos de sus gobernadores? ¿Y quién asume el pago del 2 de octubre de 1968 (con aplausos el primero de septiembre de 1969 de toda la clase política y el Poder Judicial al jactarse Gustavo Díaz Ordaz de su responsabilidad en 1968), la matanza de henriquistas el 7 de julio de 1952 en la Alameda Central, los miles de presos políticos, el Gobierno de Carlos Salinas de Gortari… y la lista amplísima queda a cargo de la memoria colectiva, que en este caso opera por fragmentos y por regiones sin llegar sino por zonas restringidas a convertirse en memoria histórica?

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¿Qué es, insisto, “el costo político”? Algo que está seguro de no pagar jamás el secretario de Gobernación, Juan Camilo Mouriño, al que, como aval moral, Felipe Calderón llevó a su lado al pronunciar su discurso del 21 de marzo. ¿Qué “costo político” paga el Partido Acción Nacional y la Administración de Calderón por los ataques furibundos al Estado laico, tan constantes en —cito cumbres de la ignorancia de la historia y el desconocimiento de las leyes— los gobernadores de Jalisco, Guanajuato y Querétaro, por los alcaldes de las prohibiciones del moralista más cerrado, por la subsecretaria de Asuntos Religiosos, Ana Teresa Aranda, que apoya, con suave hipocresía pero con disciplina, la donación de 90 millones de pesos del Gobierno de Jalisco a la catedral de Juan Sandoval?

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¿Qué “costo político” se entrega en las ventanillas electorales por la consagración de la “eterna primavera” de la impunidad? Los gobiernos del PRI y del PAN han absuelto sucesiva y simultáneamente a los grandes empresarios culpables de saqueos documentados, han festejado los enriquecimientos monstruosos como pruebas de patriotismo, han exculpado y vitoreado al inefable Vicente Fox, a Marta Sahagún y sus hijos Bribiesca, han visto con beneplácito la intensidad del ecocidio (que el medio ambiente se rasque con sus uñas, y si ya no las tiene, que hagan allí un fraccionamiento como ocurre en la Sonora de Bours). Fíjate, pueblo, malcomes y te vas, vives y te resignas, te duele y rezongas. Entonces, ¿a ti qué más te da las pirámides del dinero ajeno?, mira cómo los obispos lo bendicen y, luego, te vas.

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Al cabo de “las indagatorias” a propósito del “costo político”, no alcanzo a percibir cómo funciona tan portentosa institución. ¿Cuántas elecciones no ha ganado el PRI en estos años y cuántas no ganará en los tiempos próximos? Y las pruebas de corrupción y represión de los panistas, ¿le impiden su dominio en el Cinturón del Rosario? En última instancia, el costo político, sin comillas, lo pagan quienes no pueden enfrentar con mínimo éxito las campañas de odio, los que viven atados a su ideal: “Divídete y perderás, pero tampoco ganarán tus contendientes en tu partido”, los que pertenecen a la izquierda, un término más confuso y nebuloso que el inequívoco de la derecha.

El costo político, de nuevo sin comillas, lo pagan los que, en lo relativo a la razón de sus causas, tienen algo que perder. Esto no ha sido ni será el caso del PRI, atado amorosamente a su desprestigio, a su renuncia a la mínima expresión de ideas, a su mala fama. Va pa’trás papá y por supuesto que va; éste ya no afecta al PAN, belicosamente derechista, y, también, beatíficamente convencido de la grandeza del neoliberalismo. En materia de partidos políticos, el costo político corre a cuenta del recipiente de las campañas de odio que no consigue enfrentarlas con la mínima unidad requirible. Los movimientos sociales tienen fuerza, o a veces prenden, como diría Manlio Fabio Beltrones, pero no pueden prescindir de los partidos que les den voz en el Congreso, y si allí en esos ámbitos, lo que priva es el gozo de la desunión, el costo político se intensifica, de nuevo sin comillas.

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